Fotografías de Stefania Scamardi.

JOAQUÍN DHOLDAN – SITUACIÓN CLÍNICA


NOMBRE, LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO:
Joaquín DHoldan. Villa del Cerro, Montevideo, 1969.

SINTOMATOLOGÍA:
Presenta un extraño trastorno que le hace confundir realidad con ficción. Sus principales síntomas se pueden observar en sus novelas “Estuario” y “Cómo desactivar a un hombre bomba” (Editorial Anantes), pero también se hacen visibles en sus cuentos, artículos y colaboraciones en Revistas (MaasaiMagazine, Vísperas, Moog). Se le ha prescrito llevar un blog (“Las letras y los ojos”: http://joaquindoldan.blogspot.com.es), aunque los efectos secundarios del mismo han agravado la sintomatología. Ha intentado un tratamiento preventivo a través de la dramaturgia con obras como “EL Greco pinta al Inquisidor”, “Ella, Kafka”, “Ricardo III Rewind”). Como paliativo conduce un programa sobre arte de la Asociación Colegial de Escritores en radio Neo FM llamado “Diálogos Comanches”.

DIAGNÓSTICO:
El pronóstico es reservado.
El diagnóstico aún no se ha establecido. Recomendamos la cuarentena, pero quizás ya sea tarde.

RESCATAJUEGOS

El sindicato había cortado la calle pero no como protesta o con afán de reivindicación alguna, sino por el día de reyes. Los pescadores traían a sus hijos de todos los rincones de Montevideo, con sus esposas, y una silenciosa competencia por compartir la abundancia. Las sobras de la navidad y el fin de año se mezclaban y las familias recorrían la casona de la Ciudad Vieja.
Luego de comer, en medio de la calle, el viejo Abelardo les contaba un cuento, y del carro que arrastraba en su bicicleta comenzaba a sacar juguetes fabricados por él. Los niños rodeaban extrañados aquel vehículo que en lugar de manillar tenía un volante de coche, leían en voz alta el cartel que ponía en la parte trasera a modo de presentación: “Abelardo RescataJuegos”. Miraban hipnotizados los movimientos lentos del anciano, la piel oscura por el sol, el pelo blanco, las piernas en arco, apenas más alto que el más alto de los niños. No se lo imaginaban en los barcos, lo comparaban con la complexión fuerte o ágil de sus padres. En realidad jamás se había subido a uno. Abelardo era jubilado de los frigoríficos de carne del Cerro, pero estaba allí por los niños. Iba todos los días a sindicatos, escuelas, orfanatos, hospitales o parroquias. Todos los días.
Les mostraba una honda construida con una rama en “Y”, con dos gomas y que, con una pequeña piedra, era un arma de David contra Goliath, un aro de acero con un mango para correr haciendo equilibrio, dos latas y una cuerda que hacían de teléfono, un hueso que servía para un juego que en el campo denominaban “Taba”. Le encantaba explicar que si caía de un lado se llamaba ”suerte” y del otro “culo”, lo decía susurrando para que no escucharan los mayores y los niños reían con complicidad y su piel crujía y mostraba los pocos dientes que habían sobrevivido al mate dulce. Un niño trataba de embocar un “Balero” construido con una lata y un palo, él le corregía la técnica con manos expertas y le enseñaba cómo hacerlo. Al final sacaba una bolsa de trapos y hacía una pelota de fútbol y hacían un partido de todos contra todos hasta que se iba el sol, cuando todos se sentaban y él les contaba cómo se divertía de niño, con una honda por el monte cazando pájaros, conociendo las especies, tratando de llevar una perdiz como la de los cuentos para la cena, respetando los pichones. Ponía cara de sorpresa cuando los “niños de ahora” decían nunca haber visto un “cardenal”, un ave increíble con capucha roja y mirada infernal.
Abelardo volvía por la ruta de acceso al Cerro. Los coches que pasaban le tocaban bocina, alguno le gritaba algo. Él saludaba con una mano y con la otra seguía firme al volante de camioneta de su bicicleta. Cruzaba el puente pantanoso, seguía la avenida, comenzaba la subida, una pendiente cada vez mas empinada, y llegaba al norte, la zona más pobre de un barrio humilde. Se bajaba de la bici para andar por los caminos de tierra que había entre los ranchos y llegaba a su casa, pequeña y de material, montada bloque a bloque por él mismo, con dos partes, una delantera y una pequeña pieza atrás, un patio con una parra y uvas a punto de crecer y el baño al fondo. Atravesó la casa y saludó a la pareja. Ella se puso de pie cuando lo vio entrar, siempre lo hacía, aunque Abelardo no entendía el motivo. Se le veía la barriga cada vez más grande, el viejo calculaba que ya había pasado los siete meses de embarazo. El joven fumaba y tomaba mate, miraba la televisión. Era serio, pero el viejo le tenía depositada una confianza derivada del amor que ella sentía. “Buenas”, susurró y puso sobre la mesa una bolsa llena de viandas con comida variada. Ella volvió a sacar el tema del alquiler, que algo le iban a pagar cuando pudieran, el viejo les dijo “me voy a acostar que estoy muy cansado, esta es su casa, quédense todo lo que necesiten”.
Fue al cuarto del fondo, allí vivía desde que rescató a esos chicos que dormían en la plaza, con las familias en contra, menores de edad, le gustaba que viviesen allí, no estaba sólo y le darían un amigo para jugar con sus juguetes.
“Un amigo” le dijo al espejo. Miraba su cara. Los ojos muy juntos, poco pelo, las orejas enormes. También era un niño feliz, había jugado toda la tarde con sus amigos. Mañana no tenía que ir a la escuela, mejor porque otra vez se pensaba hacer la “rabona”, hace años que se hacía la “rabona”. Se le escapó una risa pícara. Una pena que los muchachos nunca quieran jugar a nada. Crecieron antes de tiempo, no como él que había logrado escapar, hacerle la “rabona” a ser adulto. Es cierto que su cuerpo a veces le daba malos días. La bicicleta, el puente, la subida hasta aquí. Jugar toda la tarde con treinta amigos. Se notaba la cara roja, el pecho ardiendo. Se acostó en la cama pequeña y dura. Miró la humedad del techo. Se llevó una mano al estómago. “Nunca vieron un cardenal”, meneó la cabeza preocupado. “Se están olvidando de jugar, tengo que explicarles cómo usar cada juguete, y además no saben nada de pájaros”. La idea lo angustió y la angustia fue el detonante para que su corazón diera un vuelco, sintió una puntada en el brazo, un crujido y luego emitió un pequeño silbido, como hacen los pájaros jóvenes la primera vez que se alejan del nido.

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ALGUNOS SÍNTOMAS DEL PACIENTE

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