Alejandro Arráez

Alejandro Arráez en el puente sobre el río Guadiaro.

 

Corderos con piel de lobo, ángeles escondidos en la sombra, realidad virtual, redes sociales, perfiles dudosos. Nuestro mundo no es ya el que era. Las apariencias nos engañan más que nunca, como siempre.
Alejandro Arráez, abogado en Sotogrande, también nos engaña. En realidad, bajo la piel, él es músico. Un músico vocacional, extraordinario. Compone, escribe sus letras, toca la guitarra, toca el piano, canta. Termina su labor en el despacho y se encierra en su estudio a componer sus temas. Los cedés que ha editado junto a un grupo de amigos músicos encierran letras y músicas salidas todas de su pluma, o quién sabe de dónde.

El mundo amateur es hoy el caldo de cultivo donde hierven los únicos artistas sin beneficio consumidos por su pasión. Nos dice Juan Manuel De Prada en la páginas de literatura que la raíz del arte es el sufrimiento. Estamos de acuerdo. Pero su esencia es la pasión. Ese ímpetu urgente e irrenunciable de transformar la experiencia vital en emoción, y en comunicarla, es la sustancia y la razón última de por qué existe el arte. Y ese ímpetu, como el amor, como el odio, como la esperanza, nos iguala a todos. Iguala a los creadores, da igual en qué cosa empleen su tiempo. Ríese uno a menudo de los incapaces incrustados en el mundo del arte y la cultura en general: periodistas que defienden el derechos de otros a la información y a leerlos, cobrando ellos; gestores culturales incapaces de dibujar dos líneas paralelas; fotógrafos que claman derechos sobre obras repetidas hasta la saciedad en las redes fotográficas; músicos que se prostituyen por una fotografía. Elementos incapaces y desapasionados.
A muchos de estos elementos se les ve. A Alejandro no. Cuando pasea por Sotogrande, nadie sabe si anda ocupado en los vericuetos del derecho o si está hilvanando una nueva melodía o componiendo mentalmente la letra de alguna canción, como la que aquí publicamos.
A menudo confundimos nuestro juicio. Decía Oscar Wilde que sólo un idiota no se fía de las apariencias, pero a veces ese idiota que no cree lo que ve, acierta. Los mayores poetas de nuestra lengua, hoy día, llevan el traje de tristes contables o tenderos de barrio, pintores que merecen la pena adoptan la forma de peluqueros o pintores de brocha gorda, los escritores con mayor fuste narrativo se esconden entre funcionarios de Ayuntamiento. Los músicos de raza, a veces, también palpitan bajo la piel de jardineros o abogados.

Alejandro Arráez

Durante un ensayo y grabación de una de las canciones de «Promesa».

Promesa
Hemos tenido la suerte de oír “Promesa”, un trabajo de Alejandro Arráez, “Alejo A. Galvañ”, como gusta de llamarse en su segunda vida, cuando se le despierta el monstruo de la música. Llevamos oyéndolo sin descanso desde que entró en La Torre. Cada mañana empezamos el día con los acordes de “Si tú no estás”, “Núñez”, “Promesa” o “Macarena”, la canción que dedica a su hija.
La voz de Alejandro, por mucho que él diga lo contrario, ilumina todo el cedé. Es tierna, larga y precisa. También sabe ser dura cuando tiene que serlo. A veces parece que truena en la cima de una montaña, otras es un susurro en el oído.
Y sobre todo, la música. Cada canción tiene su historia, su disfraz, su alma. Cada una es un acto de agradecimiento. A la vida, a sus médicos, a su familia, a quienes no conoce, a nosotros, por coincidir viviendo el mismo tiempo que él.
Los músicos que le rodean están a su altura. Eclécticos, seguros, multiinstrumentistas. Uno de ellos aprendió a tocar el banjo en quince días sólo para incluirlo en uno de los temas. Se ve que se lo han pasado bien, como todos los músicos, la raza más afortunada de los creadores. Guitarras eléctricas, acústicas, banjos, contrabajos, pianos, clarinetes, coros, todo suma carne al cuerpo de “Promesa”. Su esqueleto son las letras, de las que publicamos una muestra.

Pensándolo bien, a lo mejor sentimos haberle descubierto para el público. Ahora, cuando vuelva a pasear semioculto por Sotogrande, ya nadie dudará de qué tribulaciones asaltan su cabeza, de qué letras o melodías lleva en el bolsillo; cuando se le vea de nuevo fuera de su casa caminará más desnudo entre la gente, y entonces sabrán que el cielo está al alcance de cualquiera.

Alejandro Arráez

Camino de casa.

 

EMPUJANDO UN CARRITO
Empujando un carrito de supermercado voy
Llevo mis pertenencias a día de hoy
La única que me importa es un cartón de tetra brik
De vino tinto barato que acabo de abrir

Voy despacio a la hoguera que en un negro bidón
Arde bajo un puente
Donde otros como yo queman su soledad
Donde no queda ya nada a lo que temer
Donde nadie jamás pide nunca perdón

Y el dolor se confunde como un viejo amigo
Con un sucio abrigo entre tanto mendigo
Y yo aún recuerdo un nombre

Todo lo necesario en un contenedor
De una gran superficie cuando cae el sol
Hay competencia muy dura con tanto inmigrante
Para la mejor basura hay que estar cuanto antes

En lo más parecido que tengo a un hogar
Un trozo de tubería
Entre escombros vertidos en un arrabal
En un sitio sin nombre lejos de la ciudad
Donde todo el que llega lo ha sin preguntar

Y el dolor se refleja en el espejo
De un tapacubos de un coche viejo
Y yo aún recuerdo un nombre

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