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BIOGRAFÍA

Alfredo Taján nació en Rosario (Argentina) en 1960,  y reside en Málaga desde los años setenta. Es autor de cinco poemarios, entre ellos Náufrago ilustrado (1992) y Noche dálmata (1997). Premio Juan March Cencillo por la novela El salvaje de Borneo (1993) y premio Café Gijón por El Pasajero (1997). Crítico de arte y comisario de exposiciones. Ha publicado también las novelas Continental y Cía (2001) y La Sociedad Trasatlántica (2005). Dirige el Instituto Municipal del Libro de Málaga. En 2010 obtuvo el premio de novela Ciudad de Salamanca por su novela Pez espada. Es integrante también del grupo de música pop Generación Mishima, del que ofrecemos un video.



 

 

Alfred Menard

 

Las cosas se duplican, propenden asimismo a borrarse
y a perder los detalles cuando los olvida la gente.

Jorge Luis Borges

 

A las cuatro y media de la tarde del diecisiete de enero de 1980 leí en un diario comunitario de la cafetería del Colegio Mayor Santa Cruz La Real, donde residía como estudiante de tercero de Derecho, que el famoso escritor argentino Jorge Luis Borges iba a impartir, escasas horas después, una conferencia en el palacio de La Madraza.
“¡Borges en Granada!”, exclamé, y mi corazón comenzó a inflamarse a causa de una sobrevenida cardiomegalia.
Tal era mi nerviosismo que salí a tomar el fresco, dos grados bajo cero, descendí el barrio del Realejo, fui a dar a la estatua de los Reyes Católicos, y justo al entrar en calle Gran Vía, pasó a mi lado un anciano del brazo de una mujer. Nada más verlo tuve la certeza de que se trataba del autor de El Aleph, entre otros sublimes opúsculos literarios. Retrocedí, les rebasé, me volví para encontrarlos cara a cara, y repetí varias veces  la maniobra hasta que María Kodama se dirigió a mí:
-Sí señor, es Borges.
Me detuve en seco:
-Maestro.-respondí, tan cursi (lo cursi se excusa a los diecinueve)
-¿De quién se trata? –articuló, en su argentino entrecortado, el ciego vidente.
-La verdad es que no sé de quién se trata –Kodama hablaba a Borges en borgiano-, si quiere le describo el asunto: es un muchacho que nos sigue y nos rodea desde hace un buen rato. Debe ser otro lector que le reconoció.
-Más que eso. –me armé de valor y contesté.
-Más que eso –Borges hizo eco de mis palabras-, ¿acaso un personaje que se escapó de uno de mis relatos?, ¿acaso un Pierre Menard en tierras de Boabdil?
En ocasiones las coincidencias mágicas son hechos ciertos: yo tenía muy fresco a Pierre Menard porque terminaba de leer, en la compilación ficticia, aquel relato en que Menard era el protagonista, Menard, escritor simbolista francés cuya obsesión había sido reescribir los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte de El Quijote.
Entonces realicé, al estilo Menard, una efímera e invisible obra literaria, y atraje a mi ídolo con una pregunta capciosa:
-¿Sabe una cosa, Borges?
-Sí, una cosa sé, muchas cosas me confunden. Mire, sé, sin saberlo, que usted es argentino pero que no desciende, ni tampoco se dirige, menos mal, hacia el mono, algo que me alegra porque se convierte, ipso facto, en un patriota singular, un patriota con escrúpulos darwinistas.
No me dejé apabullar ante aquel laberinto y lancé mi pequeña bomba de relojería en forma de pregunta alegórica y tentadora, un invento que me costaría, para siempre, probar y disfrutar del veneno literario:
-¿Sabe que en la biblioteca de mi Colegio Mayor Universitario, Santa Cruz La Real, por cierto, primera residencia del Cardenal Cisneros tras la conquista de Granada por los Reyes Católicos, existe una edición de El Quijote reescrita por Pierre Menard?
Se hizo el silencio mientras Borges abría sus ojos vacíos y después ladeaba lentamente la cabeza, primero hacia la izquierda, después hacia la derecha.
-¿Lo oyó María? Este muchacho conoce la trama, la invención es de Bioy, pero la trama la está armando, ahora mismo, este muchacho.
Me alargó su mano y la estreché con emoción:
-¿Y cuál es su nombre?
-Alfredo T…
-Su nombre sigue siendo Alfredo, pero su apellido…, desde este momento, es Menard, queda bautizado como Alfred Menard.
La temperatura, de repente, descendió, y María Kodama intentó reanudar la marcha, sin embargo, Borges se resistió y ella, remisa, cedió a sus deseos:
-Vaya a escucharme, después de la conferencia tengo que hablar con usted, debo revelarle un aspecto inédito de su antepasado Pierre Menard, y de paso, abordaremos la cuestión de las atribuciones erróneas, un tema que a Miguel de Cervantes lo convirtió en el genio de los genios de la literatura universal, algo que se merecía, pero ¿y el resto de la humanidad? ¿qué ha sido de nosotros después de Cervantes?
Pregunta sin respuesta. Borges continuó su camino sin despedirse.
Me quedé, como la desgraciada Niobe, de piedra, piedra de angustia por no ver la luz, angustiado por estirar una broma hasta límites insospechados, por llegar demasiado lejos.
Anduve dando vueltas por el centro de Granada a causa de aquella boutade que Borges había recibido impertérrito y había reducido a la nada con sublime precisión. Exhausto y aterido de frío, entré en la cafetería El Suizo y deglutí dos platos de ensaladilla rusa, un par de piononos con crema pastelera y un hojaldre de seis pisos. Al terminar pensé en la disponibilidad de los héroes para bajar la guardia en cuanto a sexo, gastronomía y buena conversación se refiere, no obstante, no se trataba de mi caso, yo no era (ni soy, ni voy a ser) un héroe sino un estudiante pedante y estaba condenado a un castigo, o a una recompensa, por parte del maestro. No sabía que iba a ser peor. ¿Acaso Alfred Menard era menos real que yo?
El eterno dilema.
Llegué al Palacio de la Madraza con media hora de antelación: quería conseguir un buen asiento, y lo conseguí, aunque no en primera fila, claro que no, sino en la segunda: los fanáticos borgianos ya habían ocupado el puesto de honor de las antiguas falanges y a mí no me importó porque desde la segunda fila se observa la primera sin excesivo vértigo, y a la vez, sin excesiva distancia.
El jardín de los senderos que se bifurcan.
Apareció Borges, el falsario, describiendo mentiras como verdades, dandy metafísico y sublime creando y recreando universos, convirtiéndolos en estructuras fiables de la que el lector no puede prescindir ni sustraerse: Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, se alzaba desde las profundidades la poderosa voz de Borges, ¿quién le dictaba?, ¿dónde se colocaba esa voz fundadora? ¿desde el espejo que se refleja a sí mismo? ¿desde pasadizos ocultos?
Hizo un aparte conmigo, pidió un saloncito para hablar despacio, se lo concedieron, pidió que cerraran la puerta, sus deseos fueron órdenes ejecutadas sin espanto.
Nos quedamos cara a cara y por fin habló:
-Usted, Alfred Menard, hizo una broma inteligente para sorprender al escritor ciego que encontró en la calle, y yo, el otro Borges, el que ahora le habla sin intermediarios, quiere confesarle que el relato Pierre Menard no fue una invención sino una recreación: una vez, hace algún tiempo, tuve en mis manos un ejemplar de El Quijote firmado por Pierre Menard.
-Quiero que me disculpe, me extralimité..
-No, muchacho, en mi imaginario usted ya se ha convertido en Alfred Menard, descendiente del segundo autor de El Quijote, no puedo aceptar sus disculpas, al contrario, usted debe, más que nunca, reivindicar a su antepasado.
Borges prosiguió:
-Mi encuentro con aquel libro se produjo en el anaquel de una pequeña biblioteca de Berna, un extraño templete perteneciente a una casa más grande, ajardinada, que había sido propiedad de Madame de Staël; entré en aquella biblioteca sin saber que era una biblioteca, y sin intenciones de ninguna clase, pero quiso el destino enseñarme aquel mundo disímil: El Quijote de Pierre Menard. Nunca voy a olvidar aquel encuentro, se trataba de un ejemplar editado en la misma Berna, fechado en 1896, y que reproducía, igual que en el soberbio original de Cervantes, los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte de El Quijote.
-¿Y no hizo nada, maestro?
-¿Le parece poco mi relato?
-Me refiero a que si no lo puso en conocimiento de nadie.
-De Bioy Casares, pero no me creyó, por otra parte ¿qué podía hacer, lo iba a robar? Estuve tentado aunque me lo impidió un lejano sentido del decoro, no fue, en absoluto, un problema moral, sino una especie de impedimento gauchesco, esa antropología gaucha que heredé de mi tío el coronel y que contamina a toda mi familia.
De repente enmudeció, aunque se sobrepuso:
-Días más tarde regresé pero el ejemplar había desaparecido.
Enmudeció de nuevo, le costaba hablar, pero continuó:
-Le aconsejo una cosa, Menard, le aconsejo que visite esta noche, muy tarde, la biblioteca de su colegio, acceda como pueda, sustraiga la llave, engañe a los dominicos, búsquese una coartada; se lo digo porque a lo mejor en esa biblioteca duerme un ejemplar de El Quijote que reescribió y editó su antepasado.
Rápida despedida. Intuí que jamás nos volveríamos a encontrar, Borges extendió, de nuevo, su mano derecha, y no adelantó premonición alguna ni tradujo los símbolos posibles, Borges sólo insistió:
-Vaya esta noche, Menard, luche contra el sueño y vaya…
Así lo hice.
Tras mil periplos que no vienen al caso, conseguí la llave y pude acceder, tiritando, a la inmensa biblioteca; la carencia de luz y de calefacción me advertían de un peligro nocturno poblado de espectros y laberintos; con cautela me acerqué a los anaqueles de literatura, abrí las vitrinas y acaricié, primero, dos tomos de las obras completas de Kipling, una extraña edición de Facundo, Mendoza, 1921, después me entretuve unos cuantos minutos con algunos facsímiles de Feijóo, Cadalso, Rosa de Gálvez, Moratín, ¿el XVIII español?, ¿qué estoy haciendo? ¿qué tiene que ver esto con mi empresa?; de pronto caí en la cuenta: el autor se había vengado, qué inteligente Borges, y el lector recibía un merecido castigo: cegado por la fábula no había sabido distinguir lo real de sus derivaciones.
Me retiraba pero cuando cerré las vitrinas, miré descuidadamente hacia arriba, hacia el tercer anaquel empezando por la izquierda, y entonces, lo vi. Miré otra vez y allá descansaba el ejemplar traidor, sobre su lomo rojizo brillaban las doradas palabras: El Quijote, y más abajo, Pierre Menard. Yo no estaba maduro para eso, la sugestión me jugaba malas pasadas, pero volví a mirar y volví a leer El Quijote, y más abajo, Pierre Menard, “me he vuelto loco”, me dije, pero quise saber hasta dónde me llevaría la locura: un túnel, una cueva, un pensar fanático. Arrastré la escalera y logré subir con enorme dificultad, peldaño a peldaño, paralizaban mis piernas una mezcla de curiosidad y de terror.
Les aseguro que mis manos acariciaron su cubierta, que mis dedos pasaron con lentitud las páginas de papel biblia de aquel ejemplar visible y tangible, que mis ojos leyeron párrafos completos de los dos famosos capítulos, el noveno y el trigésimo octavo, que aquel libro era, en definitiva, El Quijote de Pierre Menard, editado en Berna, fechado en 1896, el mismo ejemplar que había inspirado a Borges.
Pero sobre todo les juro que, al día siguiente, cuando regresé agitado a la biblioteca, el ejemplar ya había desaparecido.

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