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ROSA ROMOJARO: NOTA BIOGRÁFICA

Poeta, narradora, ensayista y articulista en medios de comunicación. Nacida en Algeciras, es profesora de Literatura en la Universidad de Málaga. Ha publicado varios libros de poesía y ensayos críticos sobre poetas del Siglo de Oro y contemporáneos. Reunió artículos publicados en periódicos en “Rodear la tarde” (2003). Ha escrito numerosos relatos y la novela “Páginas amarillas” (1992).

 

 

¡MARTA!

Hacía ya mucho tiempo que entrar en la cama por las noches era como entrar en un problema. A su insomnio habitual se sumaba ahora la rigidez de nuca y el entumecimiento del brazo izquierdo. Probó todo tipo de almohadas desde el rodillo chino al látex, pasando por la pluma y por la mariposa cervical, y todo tipo de grosores y tamaños. Pero lo que la llevó al centro de rehabilitación fue la repentina inmovilidad del brazo derecho, provocada por el forzamiento al que lo sometió durante toda una noche, en un intento de acoplar su postura a la que aconsejaba uno de los manuales de relajación que tenía sobre la mesilla. Ayer cruzaba los brazos sobre la espalda y me tocaba los dedos y hoy ni siquiera podría extender la mano para saludar a nadie, se decía, y se lo decía a su marido (¿te acuerdas de que me tocaba los dedos?) cuando él le recordaba que hacía semanas que no se acostaban juntos y que esto no podía seguir así.
No es que ella confiara plenamente en las sesiones de rehabilitación. La escasa experiencia que tenía en este sentido no era positiva. La adquirió cuando se dobló la rodilla. Si pensaba en aquella enfermera dominante y voluble, que jugaba con el ánimo de los pacientes, unas veces amable, otras humilladora, y siempre cómo-nos-encontramos-esta-tarde, o ahora-nos-daremos-las-corrientes, volvía a sentir un amago de punzada en la rótula. Al final se curó la lesión dejando de ir y haciendo un poco de reposo. Pero esto de la nuca no lo podía controlar ella sola, y cómo abandonar lo del brazo, ¿y si se hacía crónico?
Antes de salir, su marido le había preguntado si venía a buscarla para llevarla en el coche, y ella le había dicho que no, que caminar le vendría bien. La verdad es que estaba deseándolo: llevaba semanas encerrada en la casa sin encontrar un pretexto suficiente para superar el malestar y la desgana que, como una droga, tenían debilitada su voluntad: apenas era capaz de hacer nada. Pero aquella tarde incluso llegó a peinarse y a abrocharse la falda sin ayuda ninguna. Luego se colgó en diagonal el bolsito de piel para llevar las llaves -eran como de fuego cuando las cogió de la terraza donde las había olvidado-. Imposible llevar más peso, se dijo. Y salió. Cuando bajaba la cuesta por la acera empedrada se asustó al sentir tan cerca de su cara la cara del hombre que había visto detrás:
—Disculpe, señora, es que iba usted como en zigzag y no sabía por dónde meterme.
No se había dado cuenta: ¿Estaría tan mareada como para ir dando tumbos, o es que estaba sorteando los desniveles del suelo? Pensó que no debía olvidar esta anécdota del zigzag para contársela luego a su marido.
Cuando llegó al centro de rehabilitación eran más de las seis. La puerta estaba entornada. Al abrirla vio que no había nadie y decidió entrar. Un pequeño zaguán que conectaba con un largo pasillo flanqueado por puertas servía de sala de espera. Al fondo escuchó un murmullo de voces. Tendría que decirle a alguien que estaba allí, pero, ¿a quién?. Siguió andando por el pasillo. Una enfermera joven (¿o sería una fisioterapeuta?) que llevaba en una mano un tubo de pomada y en la otra una pesa abrió una de las puertas:
—Mire, acabo de llegar, tenía cita con el doctor.
—Tendrá que esperar, el doctor está con una visita.
—¿Dónde espero?
—En la entrada, si quiere, pero esté pendiente de la puerta. Venga usted -le decía mientras doblaban el pasillo-. De ésta -y le señalaba velozmente el rótulo de una de las puertas-. Cuando salga la visita que está dentro, entre usted.
Pero cómo iba a estar pendiente de la puerta si se quedaba allí, tan lejos, en la entrada. ¿Habría hecho bien en venir? Recordó el centro anterior. La verdad es que aquello tenía un aire más alegre, más desenfadado. Casi de autoservicio, pensó. A las siete ya estaba diagnosticada: el doctor le había dicho que tenía una tendinitis en el brazo y una contractura en el cuello, y que por eso le daban esos vértigos, y que podía empezar aquella misma tarde las sesiones, que se dirigiera a la sala de gimnasia y entregara esta nota -apuntó algo en un papel- a Marta.
«¿Sabe usted quién es Marta?», preguntó a la señora que miraba por la ventana mientras la lámpara verde de la onda corta daba un tinte de acuario a su clavícula.
Marta resultó ser la enfermera con la que había hablado en el pasillo, y sería la encargada de su rehabilitación. Quedó en que le daría un masaje rotativo en el brazo y que la «colgaría». Era guapa y muy joven, y parecía estar muy solicitada por dos futbolistas que hacían giros de piernas con los tobillos enfundados en unos saquitos rojos que debían de pesar mucho. Marta iba de uno a otro como en un ballet, y ahora se acercaba a ella con un kleenex y una especie de bozal -tracción cervical, dijo Marta- con el que le sujetó la mandíbula.
—¿Si no lo pudiera soportar me lo podría quitar yo sola?
—No, no podría: este tipo de correas hay que quitarlas por detrás. Ahora relájese, mire al frente, a la pared, yo estaré al tanto.
Cuando estaban cenando le contó a su marido que la habían colgado, pero que era un sitio menos deprimente que el anterior, con gente más joven, y que iba a tener una enfermera fija. Había dos futbolistas, le dijo. Se la veía más animada.
Al día siguiente llegaba tarde. Eran casi las ocho. Cogió un taxi. Quizás ya no la atendieran. ¿Qué iban a pensar?: el segundo día y ya llegando tarde. ¿Cómo había podido entretenerse tanto? Pero Marta le quitó importancia:
—Estamos recogiendo, pero si quiere puedo colgarla un poco. Conviene no dejarlo. Todavía nos queda un buen rato, no se preocupe.
Marta iba vestida con ropa de calle. Estaba aún más guapa que de uniforme, con los labios pintados y el pelo suelto. Los tacones resonaban en la sala vacía. Le acercó la silla a la pared y le ajustó las correas. No se mueva, le dijo. Una voz de hombre la llamó desde una de las habitaciones. ¿Serían todos fisioterapeutas o sólo alguno de ellos? Oyó risas y a la otra enfermera que le decía a Marta que la cisterna estaba estropeada. Y ahora, desde lejos, le llegaba un chirrido de ruedas que se acercaba: «Voy, voy», decía la voz de hombre en medio del estruendo metálico. Luego, más trasiego, y el ir y venir de los tacones.
En la pared comenzaron a oscilar los reflejos cambiantes de las luces de la calle. ¿Qué aspecto ofrecería ella colgada del bozal?. Intentó imaginárselo. (El golpe seco de una persiana retumbó en la sala.) Quizás por eso ponían al enfermo contra la pared, pensó. Cuando se dio cuenta de que la carrera precipitada de tacones en el pasillo significaba que se alejaban, ya era tarde. Al borde del silencio, todavía pudo oír el trasteo de las llaves sobre la cerradura: «¡Oh, Dios mío, Dios mío!», sollozó: «¡Marta!», gritó: «¡Marta!». Mientras, el kleenex ya se le había desplazado hacia la garganta y el remate afilado del cuero comenzaba a incrustársele en la barbilla.

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