Héroes inmortales, personajes que jamás envejecen, mutantes, extraterrestres o ídolos todopoderosos que no se dejan arrastrar por el paso de los años, como si los seres de viñeta pudieran escapar del drama tristemente humano de la temporalidad. Ante esta resistencia al envejecimiento y la muerte, cabría preguntarse: ¿cuál es el tiempo de los superhéroes?
Cuando nació Superman, allá por el año 1932, la cultura popular acababa de crear un nuevo mito, el de un héroe cuyas habilidades superaban las limitaciones del hombre de a pie. Otras tradiciones habían fabulado seres superiores, a medio camino entre nosotros, vulgares mortales, y los dioses, pero el problema ahora era otro. ¿Cómo recuperar estos arquetipos de ficción en una cultura potencialmente ajena a todo lo religioso?
La ciencia-ficción nos ofrece la respuesta: el incipiente género permitía soñar con criaturas nacidas en otros planetas, con poderes mutantes o habilidades derivadas de la exposición radiactiva, etc. Ante los retos “inhumanos” de nuestro ininteligible contexto político y social, era necesario que la figura del héroe se reescribiera. Superman, Batman, Spiderman, Wonder Woman o los 4 Fantásticos configuran un nuevo estrato de sedimentación mítica para una sociedad descreída de las religiones tradicionales. La ciencia, a pesar de su misión de desvelar la verdad, de ampliar nuestro conocimiento del mundo que nos rodea, creaba suficientes espacios de tinieblas (¿hasta dónde nos llevarán los adelantos científicos? ¿Qué clase de seres humanos sobrevendrán a partir de los implantes tecnológicos, la manipulación genética, la realidad virtual?). Espacios que eran rápidamente aprovechados por la imaginación en películas, relatos y cómics.
Uno de los aspectos que perdura del sustrato mítico pagano hasta colarse en nuestros universos de ciencia ficción y grandes gestas superheroicas es el de una persistencia en lo imaginario. Recordemos lo que decía el filósofo Slavoj Žižek en relación a los dibujos animados: los protagonistas de la viñeta o de cartoons viven perpetuamente anclados en un universo preedípico de infinita plasticidad. Cada vez que un personaje muere es mágicamente revivido como si fuera indestructible. Por muchos golpes que reciba, por muchas deformaciones que sufra su cuerpo, el tiempo de la caricatura es un no-tiempo infantil en donde la muerte o la caducidad no han logrado abrirse paso. ¿No es éste el mismo espacio que se abre en los tradicionales cuentos de hadas (antes de su remasterización marca Disney) así como en las modernas fábulas de cómics?
¿Cómo recuperar los arquetipos de seres superiores, a medio camino entre nosotros, vulgares mortales, y los dioses, en nuestra cultura potencialmente ajena a lo religioso?
Durante décadas, vimos cómo Superman establecía una relación imposible con Lois Lane, o cómo un adolescente Spiderman quedaba eternamente prendado de Mary Jane. Las editoriales DC y Marvel construyeron relatos inalterables que sedujeron a varias generaciones de lectores. Pero hay una pequeña trampa narrativa en este tipo de historias. Si Peter Parker se encontraba en la veintena en su primera aparición en el mundo del cómic, hoy tendría la venerable edad de 72 años. Sin embargo, los superhéroes no envejecen, o al menos no lo hacen al ritmo normal. El conflicto que nos muestra el cómic estadounidense de superhéroes es un conflicto estrictamente temporal, entre una dimensión mítica, imaginaria, del tiempo, y una actualización simbólica.
¿Envejecen los superhéroes o son jóvenes para siempre?
Esa tensión entre estas dos temporalidades ha dado pie a sorprendentes y originales estrategias resolutivas. Un ejemplo de ello lo tenemos en la figura del Capitán América. A pesar de haber nacido con vistas a reforzar el sentimiento patriótico ante la inminente entrada de los EE.UU. en la Segunda Guerra Mundial (concretamente, en 1941), su rescate posterior decidió preservar el pasado mítico y elaborar para ello una nueva triquiñuela narrativa: Steve Rogers habría sido “resucitado” en nuestro tiempo, sometido a experimentos criogénicos o directamente rescatado de una prisión de hielo, todo ello para evitar que el tiempo hiciera mella en él.
Otro socorrido recurso es el de los relanzamientos: John Byrne reestructuró el universo de Superman en la década de los 80; veinte años después, y con un nuevo recambio generacional de lectores, los guionistas del popular personaje de DC Comic decidieron que debía morir. Pero, como todos los héroes insertos en un orden imaginario, Superman resucitó nuevamente, y con él algunos personajes que habían quedado olvidados. Por lo general, estos relanzamientos se insertan dentro de las propias lógicas narrativas: la saga Crisis en Tierras Infinitas, de esta misma época (1985-1986) y creada por Marv Wolfman, George Pérez, Dick Giordano y Jerry Ordway, supuso una reestructuración del universo de DC a través de una miniserie de 12 números que trastocó todas las publicaciones de la compañía. La editorial ofrecía diferentes colecciones mensuales, algunas poco conectadas entre sí (en gran medida, porque sus personajes habían sido comprados o adquiridos a empresas competidoras con sus propios universos narrativos) y los creativos de la editorial decidieron que era preciso unir todas estas “Tierras” en una sola. Para ello, se elaboró una compleja trama en donde varias realidades alternativas colisionarían, destruyéndose mutuamente, a menos que los superhéroes lograran evitarlo. Una vez concluida la serie, los diferentes relatos se suprimieron (la mayoría de los personajes “olvidaron” las diferentes líneas alternativas que confluían en la historia) y se propuso un único relato que estableciera coherentemente la continuidad de todas las líneas argumentativas de la editorial.
Junto a las Crisis en Tierras Infinitas, el otro gran hito de la industria del cómic hay que ubicarlo en la aparición de Watchmen, con guión de Alan Moore, dibujos de Dave Gibbons y color de John Higgins. No es casualidad que los años de publicación coincidan (1985-1986): Watchmen, de algún modo, constituye la otra solución posible a un mismo problema. Algunos lectores habían crecido con los personajes de viñeta, pero éstos aún habitaban en su universo mítico preedípico de argumentos circulares y tramas autoconcluyentes. La solución de Moore fue dar respuesta a las inquietudes de una generación de lectores adultos que se cuestionaban la propia naturaleza mítica de las ficciones de cómics. Para ello, configuró un mundo postedípico, en donde los superhéroes ya habían tenido su momento, una distopía violenta que refundaba el concepto de cómic estadounidense y nos mostraba, en toda su crueldad, la brecha del tiempo (el shakespeareano “time is out of joint”) que define la cronicidad abierta, lineal, de los lectores.
¿A qué nos referimos cuando hablamos de la “otra” solución posible? Mientras que las Crisis en tierras infinitas toman la salida fácil (resetear el universo narrativo para actualizar la dimensión mítica del tiempo, hasta hacerla creíble nuevamente), Watchmen encara el conflicto del tiempo lineal, el “fuera de quicio” de la temporalidad simbólica, y la inserta dentro de las posibilidades narratológicas de la viñeta. Los superhéroes son seres mortales, con sus pasiones y defectos, sus descalabros sentimentales y, sobre todo, ligados a la muerte y a la caducidad. La historia nos describe a un grupo de personajes pasados de moda, envejecidos, que han colgado la capa y que, por una serie de circunstancias, se ven obligados a entrar de nuevo en acción. Frente al Doctor Manhattan, un hombre que adquirió superpoderes por culpa de un experimento nuclear (es una especie de Superman que además controla la materia y es capaz de experimentar el tiempo como totalidad, presente, pasado y futuro todo en uno), el resto de sus compañeros son ahora héroes venidos a menos, maltratados por la prensa y con graves conflictos de identidad. La sutil ironía de Moore es que muchos de estos superhéroes formaron un grupo llamado los Minutemen, los “hombres-minuto”, cuando es justamente el tiempo aquello que más ha acabado por torturarlos…
En las últimas décadas, y ante una nueva era globalizada, con foros de Internet y páginas especializadas en los héroes de viñeta, es más difícil sostener la noción de un pasado preedípico, un tiempo en el que los superhéroes estuvieron siempre ya allí, a lo que hemos de sumar un mercado ansioso de novedades, empeñado en reemplazar personajes que no funcionan comercialmente por otros que permiten llenar las arcas, al mismo tiempo que vemos surgir un renovado interés por la coherencia narrativa y la pluralidad de medios para transmitirla (pensemos en Henry Jenkins y sus estudios sobre narraciones transmedia). Mientras que el cine busca conectar con un espectador neófito a través de una constante vuelta a los orígenes (el Spiderman de la pantalla grande ha sido objeto de dos “renaceres” con actores distintos en el transcurso de una década), los cómics refuerzan la coherencia, los artificios metanarrativos que permiten rescribir y reorganizar las historias (viajes en el tiempo, reseteos, universos paralelos como la colección What if? o narraciones ubicadas en el futuro, como sucede en la línea de cómics de Marvel 2099).
¿No cabría contemplar a los superhéroes como aquellos que han escapado de la eternidad y representan, aquí, entre nosotros, la decadencia de la temporalidad?
Casi imperceptiblemente, el tiempo ha comenzado a afectar a los superhéroes (de vez en cuando se altera el destino de un personaje, como el cambio de sexo en Thor, o surge una boda lésbica de una conocida superheroína, o un Capitán América negro, etc., claras concesiones a la ideología multiculturalista imperante). Los personajes clásicos mueren o envejecen, aunque no siempre puede encontrarse un digno sustituto que logre vender tanto como sus antecesores (nunca fue fácil ingresar en los X-Men y, además, triunfar), por lo que las tensiones entre el tiempo mítico preedípico y la linealidad de nuestra trivial cronología no dejan de sucederse.
La pregunta es: si, como lectores, hemos asistido a un tiempo imaginario, de temporalidades míticas no lineales, así como de un tiempo simbólico que une nuestra mundana cronicidad con la de la vida de nuestros adorados superhéroes, ¿podríamos completar la tríada lacaniana (un régimen Imaginario, otro Simbólico y, finalmente, lo Real)? ¿Podría existir una temporalidad que nos remitiera a lo Real/imposible, tal y como afirma el psicoanálisis lacaniano? ¿Quizá un mundo virtual a lo Matrix, acaso la quinta dimensión de Mr. Mxyzptlk, el duendecillo enemigo de Superman, o el mundo inimaginable de los dioses? Y lo más difícil de todo: ¿cómo sería ese universo ontológicamente insostenible? Quizá fue Schelling el primero en tipificar las propiedades de este tiempo en su obra Las edades del mundo; una suerte de erial, de vacío tedioso, por lo cual el descenso de Dios a nuestra realidad mundana habría de ser contemplada como una apertura, una ganancia de cronocidad para escapar de la inconsistencia insoportable del tiempo eterno. De este modo, ¿no habría que contemplar a los superhéroes, en tanto que profanos semidioses o dioses caídos, como aquellos que han escapado de la eternidad y que se limitan a representar, aquí, entre nosotros, la decadencia de la temporalidad?
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