NOTA BIOGRÁFICA
Ricardo Reques nació en Madrid, pero reside en Córdoba desde los once años. Es Doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad de Córdoba. Desde niño sus dos pasiones, la ciencia y la literatura, han ido en paralelo y eso se refleja en muchos de sus escritos. Ha publicado numerosos artículos científicos y técnicos en revistas internacionales y es autor de varios libros y otras publicaciones de carácter técnico y divulgativo. En el ámbito literario, tiene microcuentos publicados en 2001 en el libro “Galería de Hiperbreves, Edición del Círculo Cultural Faroni” (editorial Tusquets), un cuento infantil en el libro “Historias Mágicas y Verdaderas”, editado en 2005 por Aldeas Infantiles SOS y varios relatos en distintas antologías. En 2011, Ediciones Depapel le publicó el libro de microcuentos Fuera de lugar y la editorial Alhulia el libro de relatos titulado El enmendador de corazones. En 2015 ha publicado Piernas fantásticas, su último volumen de cuentos, editado por Adeshoras e ilustrado por Soledad Velasco. Es colaborador del suplemento cultural Cuadernos del Sur del Diario Córdoba y coordina la sección de relatos en la plataforma cultural La Torre de Montaigne. Es autor de los blogs literarios Fuera de lugar y Los Cuadernos de Vogli.
LA MUERTE DEL PALEONTÓLOGO
Ordenar aquella montaña de papeles iba a resultar una tarea penosa, no por la enorme cantidad de manuscritos acumulados, sino por la desastrosa caligrafía garabateada en ellos. Lo único que podía ayudarme era un desvencijado diario en el que el viejo profesor anotaba las tareas a las que dedicaba cada jornada. Quizás entre todos aquellos papeles repletos de esquemas y dibujos encontrase la explicación de su extraña muerte.
Comencé por agrupar cronológicamente las numerosas cartas y notas, procedentes de muchas partes del mundo, en las que sus colegas paleontólogos le solicitaban información o le felicitaban por los hallazgos de algunos importantes restos fósiles pertenecientes a diferentes especies de dinosaurios. Gran parte de su vida la había dedicado al estudio de grandes vertebrados del Cretácico Superior; en concreto, sus trabajos más sobresalientes versaban sobre la transición entre el Campaniano y el Maastrichtiano, hace aproximadamente unos setenta millones de años. Había decenas de separatas sobre distintas contribuciones del doctor a las revistas científicas más prestigiosas del mundo. Pero de todo aquello sólo me pareció interesante apartar una extensa carta que nunca llegó a enviar a un condiscípulo británico. La caligrafía era nerviosa e ilegible para mí, por lo que iba a necesitar la ayuda de algún grafólogo. La fecha, eso sí pude entenderlo, era de cinco días antes de su muerte. Junto al texto había esquemas de fragmentos óseos con diferentes medidas y anotaciones a pie de página.
Todos estos hallazgos se localizaban en la provincia de Cuenca, relativamente cerca del lugar en el que hallaron su cadáver.
En otro montón acumulé los cientos de dibujos de huesos que, por lo que pude averiguar, formaban parte del esqueleto de saurópodos, terópodos, una variedad de dinosaurio ornitópodo conocido al parecer como Rhabdodon, otra especie que identificó como Struthiosaurus (aunque estaba señalada con varios interrogantes) y otras especies más cuyo nombre no acerté a descifrar, pero que tampoco tendrían mayor trascendencia para esta investigación. Todos estos hallazgos se localizaban en la provincia de Cuenca, relativamente cerca del lugar en el que hallaron su cadáver. En los márgenes apuntó algunas referencias de otros autores que tal vez serían útiles para el estudio comparado de los fósiles que llevaba varios años realizando. Las últimas anotaciones sobre estos asuntos eran de dos meses antes de su fallecimiento, de lo que deduje que las últimas semanas de su vida las tuvo ocupadas en otras cuestiones.
Escondido dentro de un archivador de cartón encontré algo que me resultó fuera de lugar. Se trataba de un valioso ejemplar de una de las primeras ediciones del Quijote. Al principio, no pensé que fuera algo revelador para el caso y, sin embargo, ha resultado decisivo para responder a la única hipótesis que encuentro posible aunque me cuesta asimilar. Varias páginas de aquel centenario volumen estaban señaladas con papeles recortados en los que había algunas anotaciones relativas, principalmente, a topónimos.
El local estaba prácticamente vacío, dos hombres, que sólo torcieron el cuello cuando me senté junto a la barra, miraban la televisión sin hablar. Un viento de soledad parecía haber barrido aquel antro.
Miré por la ventana, ya había oscurecido. Los cristales estaban empañados y la luz de la farola se veía neblinosa. Tomé algunas notas adicionales de todo aquello y me fui a descansar. Antes, dejé un sobre cerrado en la comisaría de la localidad con la carta del profesor para que lo enviasen urgente por valija interna al departamento de grafología. La noche era fría y húmeda, pensaba pararme a cenar algo pero, finalmente, sólo me tomé una cerveza y una tapa en el bar del hostal que olía a cantina. Intercambié con la camarera las palabras justas y abrí mi portátil. El local estaba prácticamente vacío, dos hombres, que sólo torcieron el cuello cuando me senté junto a la barra, miraban la televisión sin hablar. Un viento de soledad parecía haber barrido aquel antro. La camarera, con el pelo negro recogido en un moño y la cara algo pálida, se inclinó ligeramente al pasar la bayeta para secar el mostrador y ponerme la jarra helada. El hueco formado por el relieve de sus senos mostraba su piel blanca y tibia. Busqué por internet algunas imágenes de los dinosaurios que estudiaba el anciano catedrático. Era difícil imaginar que, hace millones de años, aquellas criaturas deambulasen por estas mismas tierras pero con otros paisajes, cuando aún no había nadie que pudiera pensar en ellas.
En la habitación, antes de dormir, hojeé el ejemplar del Quijote y leí algunos párrafos con las anotaciones del profesor al que parecían no interesarle más que los primeros capítulos de Cervantes. Entre las últimas páginas, sin embargo, hallé algo interesante. Se trataba de un viejo papel muy deteriorado que interpreté como una especie de antigua Ordenanza Real. En ella se obligaba a que los molineros destruyesen unos grandes huesos que se habían encontrado en la villa, ayudándose de sus ruedas de molino, hasta convertirlos en polvo y a no hablar de ello para borrarlo de la memoria a las futuras generaciones. Entonces, supuse que quizás en aquella época ya conocían los restos de los dinosaurios que estudiaba el paleontólogo y que, probablemente por motivos religiosos, habían decidido hacerlos desaparecer por pertenecer a criaturas antediluvianas.
…supuse que quizás en aquella época ya conocían los restos de los dinosaurios que estudiaba el paleontólogo y que, probablemente por motivos religiosos, habían decidido hacerlos desaparecer por pertenecer a criaturas antediluvianas.
Al día siguiente fui al lugar en el que descubrieron el cadáver, dentro de un antiguo molino de Mota del Cuervo. Al parecer, según deduje de las entrevistas que realicé a otros miembros de su Departamento y a sus estudiantes, llevaba sus investigaciones con el más absoluto hermetismo y, para su último trabajo, no contó con ningún colaborador. Por ese motivo tardaron varios días en encontrarle, nadie le echó de menos. El viejo profesor había muerto de sed y frío, completamente sólo y con el gesto retorcido por el dolor. Su brazo derecho había quedado atrapado al desplazarse la rueda volandera del molino que le astilló el antebrazo por varios sitios. No pudo hacer nada para escapar de aquella muerte lenta. El cuerpo lo encontró por casualidad, días después, una pareja de adolescentes enamorados que buscaban recogimiento e intimidad en aquella construcción deshabitada desde hacía mucho tiempo. Cuando consiguieron desmontar la pesada rueda y sacar el cuerpo, vieron que su puño agarraba con fuerza un polvo blanco manchado con su propia sangre.
Llamé al laboratorio para asegurarme de que habían recibido la muestra de aquel polvo y me confirmaron que lo estaban procesando para su análisis. Después, volví a encerrarme en los anaqueles del estudio del profesor. Me detuve a leer las últimas páginas de su diario para intentar averiguar en qué ocupó sus últimos días y cuál era el motivo de aquel secretismo.
En las últimas excavaciones habían encontrado un nuevo yacimiento que, desde el principio, resultaba extraño. Los restos óseos parecían haber sido enterrados en una época reciente. El esqueleto, por lo que deduje de sus notas, no se conservaba íntegro, parecía que se habían desecho de algunas partes importantes y eso dificultaba su identificación. El diario hacía referencia a algunas carpetas que no tardé en localizar en las estanterías. Allí había láminas con dibujos de huesos medidos detalladamente. Se trataba de un ser de gran tamaño, de unos cuatro metros de alto sin contar el cráneo, que no había sido hallado hasta ese momento. En una nota escrita con lápiz indicaba que éste parecía haber sido cortado a la altura de la tercera vértebra cervical. En esa misma carpeta estaban los resultados de una prueba de radiocarbono realizada en la Universidad Complutense de Madrid. Los especialistas descartaban que fueran restos fósiles al entrar en el rango de error de la prueba, por lo que recomendaban al profesor hacer otro tipo de análisis complementario más sensible a fechas recientes.
Aquello me dejó desconcertado. Parecía que el paleontólogo había hallado los restos de una especie de dinosaurio u otro animal similar que había convivido con las gentes de aquel lugar hace tan sólo unos siglos.
Aquello me dejó desconcertado. Parecía que el paleontólogo había hallado los restos de una especie de dinosaurio u otro animal similar que había convivido con las gentes de aquel lugar hace tan sólo unos siglos. Eso explicaba la ordenanza que trataba de destruir cualquier resto del animal y de todo lo que tuviera que ver con su recuerdo. También explicaba que el profesor hubiera acudido a buscar las pruebas de esos huesos molidos en los antiguos molinos que utilizaron para pulverizarlos.
El caso, por mi parte, parecía estar resuelto. Si me confirmaban que el polvo encerrado en el puño del profesor pertenecía a los huesos de un vertebrado tendría que poner todo en conocimiento de los científicos para que indagasen sobre el origen de aquellos animales prehistóricos desubicados de su tiempo.
Al día siguiente, regresé a mi despacho de Madrid llevándome algunos documentos que me servirían para realizar un informe detallado. Sobre mi mesa encontré la carta que el viejo profesor nunca llegó a enviar. Mis compañeros de grafología me lo habían transcrito. La misiva, escrita en un inglés pésimo, explicaba con minuciosos detalles su sorprendente hallazgo. La descripción de aquellos huesos se correspondía con los dibujos de las estructuras óseas que encontré dentro de la carpeta que contenía los resultados de sus investigaciones. Sin embargo, no pertenecían a un dinosaurio como yo inicialmente había supuesto. Los miembros inferiores de aquel ser eran más cortos de lo que cabría esperar para el tamaño de su cuerpo, pero no así el de sus miembros superiores que eran desproporcionadamente largos. Había una fractura de la columna vertebral provocada por un objeto punzante que, sin duda, le debió de provocar la muerte. La descripción era de un ser antropomorfo de enormes dimensiones.
No lo pude evitar, a mi mente acudió la imagen de Don Quijote, armado sólo con su lanza, cabalgando a lomos de Rocinante y embistiendo contra aquel gigante.
Me ha fascinado la mezcla de géneros, policíaco, científico y la alusión final al universo quijotesco