Antonio Carrasco - Taxidermia

El autor, en una representación visual de uno de sus relatos, Taxidermia. Fotografía de África Villén.

 

 


NOTA SOBRE EL AUTOR



Francisco Antonio Carrasco (Belalcázar, 1958) es autor de tres libros de cuentos: El silencio insoportable del viajero y otros silencios (Huerga y Fierro, Madrid, 1999), con el que quedó finalista de los premios de la crítica en el año 2000; La maldición de Madame Bovary (Huerga y Fierro, 2007) y Taxidermia (El Páramo, Córdoba, 2011), con el que obtuvo el Premio Solienses en 2012. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, en 1984 empezó a trabajar en Diario CÓRDOBA, donde ha desarrollado toda su actividad profesional. Desde enero del 2010 es jefe de Cultura y coordina el suplemento Cuadernos del Sur. También ha dirigido y presentado el programa de Onda Mezquita Televisión El puente de la luz. Es miembro de la Real Academia de Córdoba.

Si en sus dos primeros libros ajustaba las cuentas al pasado con unas historias duras en las que el espíritu de supervivencia se imponía generalmente a la ética, en el tercero aborda las obsesiones del presente desde una perspectiva irónica que desemboca a veces en el más puro surrealismo.

Su estilo es ágil, descarnado, directo. Amante de la arquitectura, sus cuentos están perfectamente planificados, aunque no desprecia la más mínima idea que pueda surgir durante el proceso creativo. Literalmente, sueña con la palabra exacta y a veces, de madrugada, se despierta sobresaltado a escribirla. Dicen que es un poco maniático, pero le da igual: a él solo le gusta contar buenas historias. Ahora escribe un libro sobre el azar.

➔ Ricardo Reques

 

 

 

EL CANFRANERO

 

 

Estación de Canfranc

Estación de Canfranc

 

SIEMPRE HABÍA CONFIADO EN EL AZAR. Le había proporcionado descubrimientos asombrosos, momentos mágicos, satisfacciones infinitas. Sabía perfectamente cómo interpretarlo, qué decisión tomar a cada instante… Hasta que se le cruzó la muerte. Entonces, desconcertado, bajó la guardia. Y decidió desafiarlo. Sin calibrar las consecuencias.

Había recibido hacía unos días la noticia de que tenía un cáncer. No era un cáncer terminal, es cierto, pero había que operarlo. Desde entonces, estaba dándole vueltas a la cabeza, intentando asumir la situación y afrontar el futuro lo más dignamente posible. Pero le estaba costando. Era difícil asimilar la muerte cuando sólo se había preparado para la vida, cuando, por falta de tiempo y entrega a un trabajo demasiado absorbente, había fiado tantos proyectos a la jubilación. Había pensado que al menos diez años de tregua le daría la vida para dedicarse a su familia y sus ilusiones. Pero la vida no se ajusta a las normas de la lógica y el sacrificio al trabajo no garantiza el descanso, por más que uno se lo haya merecido.

–¿Está usted seguro? –le preguntó al médico.
–Segurísimo, el análisis no deja dudas –le respondió.
Se quedó tan apesadumbrado que no supo qué decir.
–¿Está bien? –se preocupó el doctor, tras unos momentos de silencio.
–Sí… bueno… No estoy bien, qué quiere que le diga –le respondió trastornado–. No estoy bien –repitió–. Cómo voy a estar bien.
–No se preocupe, no le dé más importancia de la que tiene. En su estado actual, más del 80 por ciento de los cánceres se curan –argumentó.
–Ya, pero nada me garantiza la vida.
El médico lo miró: estaba abatido, era la viva imagen de la desolación. Intentó forzar una sonrisa.
–Verá como salimos adelante –le dijo, utilizando el plural deliberadamente–. Créame que no lo engaño, pero tiene un cáncer y eso no podemos negarlo. Lo más importante ahora es que se anime y confíe en sus posibilidades. Eso es lo más importante.
–Ojalá –contestó sin mucha fe, despidiéndose del médico, y luego, sin saber cómo, se escuchó pronunciando “Dios le oiga”. Él fue el primer sorprendido: hacía ya tiempo que no creía en Dios.

Pocos días después acudió a la exposición de un amigo, Juan José López, un joven periodista cordobés que había estudiado fotografía en Huesca. Mostraba una treintena de imágenes en blanco y negro que destacaban por su fuerza creativa y su capacidad evocadora. Entre paisajes, escenas urbanas y retratos, descubrió una foto que lo sobrecogió: una solitaria vía de ferrocarril sobre un puente con un cerro al fondo.
–Juan José, por favor, ¿me puedes decir qué línea ferroviaria es esta? –le preguntó con el corazón acelerado.
–La del Canfranero –le respondió–. Una línea que circula entre Zaragoza y los Pirineos, ¿la conoces?
–Sí –le contestó maquinalmente con el ánimo ensombrecido–. La he cruzado muchas veces.

El Canfranero, qué recuerdos. Había hecho el servicio militar en Jaca. Los dos primeros meses, en la compañía de esquiadores–escaladores; el resto, como estafeta–enlace. Al menos dos veces a la semana tenía que viajar a Zaragoza. En el Canfranero. Salía poco después del almuerzo y regresaba al día siguiente. Cuatro horas de viaje con el corazón encogido. Le tenía pánico a aquel tren. Pensaba que algún día descarrilaría y que, sin duda alguna, moriría en el accidente. Estaba segurísimo. Pero no fue así y pudo volver a casa sano y salvo. Eso sí: juró que nunca más viajaría en aquel maldito tren. Nunca.

 

El canfranero

El canfranero.

 

Todo eso pensaba entonces, con los sentimientos a flor de piel, mirando aquella fotografía. Pero poco a poco se fue tranquilizando. Ahora era distinto. La vida había cambiado. También las preocupaciones y los miedos. Su enemigo ahora no era el Canfranero, sino el cáncer. Viendo aquella imagen, se rió de todos sus temores de juventud. “Pobre diablo”, murmuró ensimismado, “nos pasamos la vida acobardados, inventando tragedias que no ocurrirán nunca”. Y en aquel momento, con el aplomo del que se siente dueño de su destino, decidió hacer un nuevo viaje en el Canfranero, aprovechando que aún le faltaban algunos días para la operación.

Una semana después, descarriló el Canfranero. Un accidente espectacular en el que “milagrosamente”, según se dijo en el telediario, solo había un muerto: él. A los pocos días, me cuenta apesadumbrado Juan José López, mostrándome la foto de la vía ferroviaria, llegó a su casa una carta del hospital. Su mujer la cogió con indiferencia, pensando que serían las últimas indicaciones para la operación. Estuvo a punto de tirarla directamente a la papelera, pero un extraño presentimiento la impulsó a abrirla. En la carta, firmada por el director médico, lamentaban haberle dado un diagnóstico equivocado “por error” y le pedían disculpas por todos los trastornos que ello hubiera podido ocasionarle.

 

El canfranero

El canfranero.

 

 


 

 

 


COLECCIONES DE RELATOS DEL AUTOR


Antoniocorte






Francisco Antonio Carrasco - El silencio insoportable
Francisco Antonio Carrasco - La maldición de Madame Bobary
Francisco Antonio Carrasco - Taxidermia


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