BIOGRAFÍA
Guadalupe Royán (Alicante, 1975) es traductora, escritora, correctora y madre. No necesariamente en este orden. Intenta conciliar su carrera profesional con su deseo de cuidar a sus hijos pequeños (el mayor de cuatro años, y «la peque» de solo siete meses), trabajando en casa.
Escribe desde niña, pero fue en 2008 cuando publicó su primer libro, Alas (editorial EDAF), que ganó el Premio Joven de Narrativa de la UCM. En 2015 publicó el libro de cuentos Ven, siéntate aquí en la editorial Adeshoras.
Sus múltiples mudanzas (a Valencia, México, Madrid, otra vez Valencia, Irlanda, y Luxemburgo, donde reside ahora con su familia) han plagado su vida de despedidas de lugares y de personas. Tantos adioses han teñido inevitablemente su manera de estar en el mundo y, por lo tanto, su manera de escribir. En su escritura busca, en esencia, lo mismo que anhela en la vida: encontrar belleza incluso en el dolor.
SILLAS, MARGARITA, NUCA
¿Han llorado alguna vez en sueños? Es lo más triste del mundo. Supone quedarse a solas con la pena, como si no existiera en el universo nada más que una y su llanto. Su llanto, sobre todo su llanto. Abatido. Inconsolable. Doloroso. A veces pienso que una vida donde ni siquiera el sueño puede protegernos de la tristeza no es una vida tolerable.
Anoche lloré en sueños. Soñé que estaba sentada en una cafetería con François. Seguimos siendo amigos, así que compartir con él una taza de café en medio de un sueño no resultaba nada extraño. Sentados el uno enfrente del otro, en aquella cafetería. Eso siempre es agradable. Un café con François. Me contaba que se había enamorado de una mujer que vivía en su mismo bloque. Según él, se viva donde se viva, siempre hay alguna vecinita que está bien. Esa vecina a quien nunca se le negaría una pizca de cúrcuma. Y, por lo visto, se había prendado de la chica guapa que se había mudado a su edificio, quién sabe si para confirmar su teoría.
Yo algo sospechaba, porque de vez en cuando, no ya en sueños sino en la vida de ojos abiertos, me contaba que se había cruzado en el portal con su vecina, una noruega, al parecer, mientras abrían sus respectivos buzones; que habían subido juntos en el ascensor, que parecía una chica simpática. Y eso da que pensar. François es muy discreto para estos asuntos, no espero de él que me cuente a quién va prestando con gusto pizcas de cúrcuma, así que tengo que atar cabos por mi cuenta. No es que a mí me importe –aquello fue hace tiempo–, es solo que, a veces, la curiosa que llevo dentro se merece que le relaten alguna historia, ¿no creen?
No vayan a pensar que François es algún parisino que conocí a bordo de un bateau-mouche sobre el Sena durante una escapada por Europa, o un estudiante Erasmus que me crucé en Madrid mientras escribía su tesis sobre la generación del medio siglo. No, qué va. François es español. Nacido aquí en la capital, como yo. Le di clases de francés un verano. A él y a un chico japonés; solo eran dos alumnos. Así nos conocimos. Entre las cuatro paredes desconchadas de una sala sin aire acondicionado, en la academia donde trabajo. Él era Francisco y yo su profesora de francés, algunos años mayor que él. Fueron testigos de nuestras primeras miradas una mesa destartalada con chapado en color roble, una pizarra torcida, a menudo cubierta de polvo blanco, y el japonés, un muchacho despistado que siempre llegaba tarde y al que casi no entendíamos cuando hablaba.
Desde el principio, Francisco solía ponerme en aprietos haciéndome preguntas que me aceleraban sin remedio el pulso y, seguramente, me ruborizaban un poco. Cuál es la diferencia entre «je t’aime» y «je te veux». Yo intentaba escabullirme. No vamos a entrar en discusiones filosóficas. Ahora que ya no me sonrojo, que todo aquello pasó, me pregunto qué imaginaría Satie cuando compuso su vals, Je te veux. ¿Pensaría en su amante al escribir las notas, al acariciar las teclas? ¿Soñaría con bailarlo junto a ella, como preludio de su amor? Je te veux.
Un día que el japonés despistado llegó más tarde de lo habitual, Francisco se acercó a la pizarra polvorienta mientras yo intentaba explicarle la formación de los adverbios terminados en «-ment» (doucement, vivement), se arrimó a mi espalda de puntillas y, casi rozando mi cuello con sus labios, susurró «je te veux». A mí el francés siempre me ha resultado un idioma un poco acuático. Una lengua que parece mecer entre rumores de olas a quien la escucha. Je te veux, me lo dijo así, con el atrevimiento de su juventud, suspirado como el roce de una hoja de otoño entre la nuca y el lóbulo –¿elegiría Satie ese mismo rincón para murmurarle sus notas a Suzanne?–. Los adverbios dejaron de tener sentido, perdí un poco el equilibrio, y fue entonces cuando empecé a llamarlo François, porque en ese momento me recordó a un parisino enamoradizo, capaz de elegir palabras maravillosas y dispuesto a vivir una aventura con la primera mujer bonita que se cruzase en su camino. Y la vivimos. La aventura.
En la cafetería de mi sueño, François me hablaba de su nuevo amor. Su vecina. Y yo lo escuchaba. Decía que se habían encontrado en alguna exposición de pintura, y que él se las ingenió para ponerse a su lado con disimulo y saludarla distraídamente. En otra ocasión se cruzaron en el cine, y se sonrieron con cierta complicidad, como si pensaran al unísono, vaya, tenemos las mismas preferencias. Yo lo atendía en silencio, no quería interrumpirlo. Para una vez que François me contaba sus batallas de amor. Pero pensaba que aquello mismo, tener gustos similares, ya nos pasaba en su día a nosotros. Y eso no cambió las cosas. ¿Por qué iba a ser distinto con su vecina?, ¿qué tenía ella que la hiciera tan diferente?
Mientras oía su relato, en mi sueño visualizaba los lugares que iba citando, aunque a ella, a la vecina, siempre la veía de espaldas; aún no conocía su cara. ¿Sería guapa?, ¿más guapa que yo? Descubrí la exposición de pintura, de un artista que no supe reconocer, en una sala que bien podía ser el Thyssen. A François también lo atisbaba de espaldas, lejano, mientras oía, por encima de las imágenes, su voz en off, rápida y sugerente como en una película francesa, relatando la escena.
Un día, me contaba, se decidió a dar el primer paso y, en la presentación de un libro donde había coincidido con ella, le dio su número de teléfono. Apareció entonces en mi sueño una habitación repleta de gente, cuerpos erguidos vestidos de gris; ellos dos destacaban entre la multitud: eran los más altos, no sé por qué. Ella de espaldas, él de frente. Sonreía. Apuntado en un papelito amarillo. Su número de teléfono. En un papelito. Vi como se lo daba en la mano. Era amarillo, y él le rozó los dedos al entregárselo.
Yo también tengo su número. Puedo llamarlo cuando quiera, aunque no lo hago muy a menudo. Ahora somos amigos, no habría nada extraño en que lo llamase, pero aun así, no suelo hacerlo. En cambio, la vecina sí descolgó el teléfono y habló con él. Eso me dijo. Que se citaron. Se vieron. Se gustaron. Se besaron. Se acariciaron sobre la ropa con manos indiscretas. Y quedaron en volver a quedar. Todo eso me contó François en la cafetería. En mi sueño. ¿No les parece increíble? Con su vecina.
«J’ai toujours aimé ta nuque. Le seul morceau de toi que je pouvais regarder sans être vu. Siempre he amado tu nuca. El único trozo de ti que podía mirar sin ser visto». También yo podía mirar a François sin ser vista; no solo su nuca, sino directamente a los ojos, todo el tiempo que quisiera. Me gusta mirar a François desde mi sueño. Él no puede saber que lo miro. Ni que lo sueño.
¿Serán los pechos de su vecina tan suaves como los míos?, ¿le regalará también a ella margaritas azules?
Anoche soñé con él. Ahora François y yo somos amigos. Nos llevamos bien. En el sueño le pedí que me enseñase una foto de su vecina. Ya saben: esa curiosa que llevo dentro necesitaba saber más. Sacó de un sobre que guardaba en el bolsillo una fotografía algo más grande que de tamaño carné. Era una mujer muy pálida, seria y delgada, más joven que yo, con los labios pintados de carmín y el pelo oscuro y triste. Era muy guapa. Le dije que parecía simpática, pero pensé que debía de aburrirse con ella, que conmigo las cosas fueron, seguro, más divertidas.
Eso me contó François. En mi sueño. Ahora que somos amigos podemos confesarnos esas historias. Batallas de amor. Son las cosas que se cuentan los amigos. A nadie le duele que un amigo tenga un affaire, o se eche novia, o se vaya a vivir con su pareja, ¿no? A nadie.
¿Se imaginan cómo sería un beso de monja con nosotros tres de protagonistas? Uno de esos besos que debe dar el hombre en la mejilla de la mujer, separados los rostros por los barrotes del respaldo de una silla que simula la reja de un convento. Puedo vernos a François y a mí en una habitación oscura, con las facciones anaranjadas por los destellos del fuego en la chimenea, agachados ambos ante las barras de madera de la silla; suena el piano de Delerue, o tal vez el vals de Satie, Je te veux, quién sabe qué sonaría para nosotros, se acelera el pulso, y la vecina noruega nos observa desde la penumbra de una esquina de la habitación. Acerco el pómulo al respaldo, François me mira, siento sus labios rozando mi piel, y en ese preciso instante, en el momento exacto del beso, desvía sus pupilas hacia ella, y la mira, a su vecina, como si quisiera intercambiarnos y besar su rostro en lugar del mío. ¿Acaso no se lo imaginan así?
Los sueños son a veces extraños y crueles. Cuando François se levantó y se dirigió hacia la salida, y me dejó sola ante mi taza vacía, allí, en la cafetería de mi sueño de anoche, después de contarme su historia de amor, me sentí muy triste. Volví la cabeza para ver cómo se alejaba (quizá iba a buscar a su vecina, a esa mujer joven y guapa y también aburrida con la que tenía tantas cosas en común –¿serían sus pechos tan suaves como los míos?, ¿buscaría margaritas azules para ella?–). Me fijé en su nuca mientras se marchaba, en la nuca de François, que podía seguir mirando sin que él me viera, y lloré. Lloré, y aquel llanto incompresible fue como el primero de la Historia, el llanto primigenio, con el que se descubre por primera vez que una está sola en la vida. Tan sola. Porque el llanto en sueños no tiene consuelo ni descanso, ni explicación. Es la tristeza absoluta. La Pena con mayúscula. Sin escapatoria.
Y François empujó la puerta y salió de la cafetería.
Me encantó, por la buena estructura y desarrollo.
No es una gran historia pero es bonita y me atrapó.
Escribes natural.
Gracias Guadalupe