Carl Andre
LA ESCULTURA COMO PAISAJE
De hablar durante siglos sobre obras de arte hemos pasado a hablar en poco tiempo sobre la obra de arte, en qué consiste, dónde se sitúa, qué somos los espectadores o cuál es nuestra función dentro del arte. En la muestra retrospectiva que sobre la obra minimalista de Carl Andre ha organizado el Museo Reina Sofía, esta ecuación se resuelve: el espectador es parte de las esculturas y cómplice entre las piezas expuestas.
Basta caminar por el Palacio de Velázquez en el Parque del Retiro en Madrid, donde se expone parte de la obra de Andre, para ser un elemento más, eso sí, en movimiento, de la experiencia que propone el artista. Sus esculturas distribuidas por el plano del suelo conforman una experiencia espacial y volumétrica muy intensa en el espectador. Ni siquiera es necesaria una mirada perspicaz o voluntariosa. El espacio donde discurren las obras ofrece tantos puntos de vista y se abre tanto a la mirada, que cada elemento acompaña durante un cierto tiempo antes de que aparezca una nueva sensación o planteamiento, una intensificación de la luz o del calor, dependiendo del día y de la hora, como parte de la experiencia personal que trae consigo el visitante. Es su punto de vista lo que el espectador aporta a la obra, desde dónde la mira, su experiencia al cruzar entre las piezas, relacionándolas y poniendo en orden las sensaciones que el espacio, los volúmenes y su propio movimiento transmiten.
Materiales
En las esculturas de Carl Andre también los materiales resignifican los volúmenes y las superficies. Las maderas, el metal, la definición y la claridad de las líneas configuran el espacio, que es lo que de verdad le interesa y lo que da lugar a la experiencia artística.
Una experiencia que es pacífica. Salvo unos filos cortantes de latón en una espiral abandonada sobre el suelo, la repetición de sus figuras geométricas y la repetición del espacio libre entre ellas genera una quietud que anida en el visitante.
La carretera
En una entrevista en 1968, Carl Andre explicaba que “mi ideal de la escultura es una carretera. Una carretera no se revela a sí misma en ningún punto en concreto ni desde ningún punto de vista. Las carreteras aparecen o desaparecen, tenemos que viajar sobre ellas o al lado de ellas, pero no tenemos un punto de vista único para toda la carretera. La mayoría de mis trabajos son pasos elevados que provocan que el espectador se traslade sobre ellos, o en torno a ellos”.
No hay forma de enmarcar las obras de Andre, de abarcarlas o trasladarlas, simplemente se trata de formar parte de ellas. La experiencia pasa a ser indisoluble del objeto artístico. El espectador es la mitad de la obra, sus innumerables puntos de vista la complementan convirtiendo en real la experiencia.
Mi ideal de escultura es la carretera
Andre forma parte del grupo de artistas minimalistas “teatrales”, pues sitúa sus objetos en escena y enmarcados en unas circunstancias que exigen la complicidad y la participación del observador. El objeto pierde su autonomía para cederla a una situación mucho menos controlada.
La poesía. Las líneas.
Carl Andre era poeta. Es poeta. Manejaba textos, pero no era la frase la forma dominante en sus poemas, sino la palabra, que saltaba de aquí para allá, que se repetía como en la variante musical del minimalismo, donde la secuencia de un módulo repetido genera ritmo. Durante un tiempo trabajó en las líneas ferroviarias y se aficionó a las planchas de hierro y acero, y a las líneas. Abandonó la forma intimista y buscó introducir en la obra de arte características de otra escala, como la manera en que sucede nuestra relación con el paisaje. De la poesía le quedó el sonido de la máquina de escribir. Teclear era para él esculpir cada palabra a cincel, haciendo marcas sobre un metal.
La muestra
Las instalaciones escultóricas no dejarán a nadie indiferente. Deambular entre las obras es experimentar la relación entre los materiales y los objetos de una manera muy definida, suave y determinante, que a cada paso cambia. El espacio está coreografiado, estructurado de manera no lingüista. En lugar de ver arte, el observador forma parte de él de una manera estéticamente placentera.
La madera y el metal, vueltos a su estado pre-escultórico, inerte pero geometrizado por el hombre, sin sello del artista, construyen el espacio que recorremos pero que también habitan las formas, mezclando sus propiedades con las nuestras en una experiencia calmada y enriquecedora.
El lugar donde discurre la intervención escultórica es perfecto para estas esculturas abiertas. Las vigas de hierro del Palacio de Velázquez, el blanco de sus paredes, la luz de las claraboyas son parte de la experiencia del observador, que a su vez es parte de la obra.
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