Esperanza López

ESPERANZA LÓPEZ

 

Nació en Sevilla en 1966. Es licenciada en Filología Clásica, profesora de español, correctora de estilo y terapeuta.
Como narradora ha publicado en la revista La vaca de muchos colores. Con el poemario Fruta madura (Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 2008) obtuvo el Accésit de Poesía correspondiente al XIII Certamen Literario de la Universidad de Sevilla. Ha sido incluida en la antología Femigrama. Poesía con voz de mujer (edición de La Palabra Itinerante y ACRA, 2008).

DESENCUENTROS

Para Ricardo Reques

I

Sobre mi pelo negro colocaba una larga y rubia peluca; pintaba mis uñas de un rojo indecente; sobre mis pestañas superponía otras, postizas. Con la fuerza de lo cotidiano invadía mi habitación, incansable. Me contemplaba desde la sonrisa del que siempre vence e iniciaba, sin tregua, su despótico juego. Así.
En cuanto se iba yo me quitaba todos sus falsos afeites y añadidos. Volvía a ser yo misma hasta el instante del día siguiente en que su presencia contaminaba mi habitación, y reiniciaba una vez más el juego, incansable. Con el paso de los años fue ganando terreno y en cierto momento caí en la cuenta de que mi habitación, tantas veces sitiada, ya no era mi habitación sino su espacio; mi pelo dejó de ser negro y ahora poseía (¿me poseía?) una larga y rubia melena; mis uñas, indecentes, crecían rojas; las pestañas -tan descaradas y vulgares ellas- de quita y pon habían quedado adheridas para siempre al borde de mis párpados. Yo, incapaz desde el principio, había sido vencida en una derrota tan absoluta como la muerte. Su juego dejó de interesarle, ya no necesitaba transformarme a su imagen y semejanza. Dejó de entrar en la habitación, olvidó su macabro entretenimiento. Desapareció. Yo, sola, fui empequeñeciendo poco a poco. Me hice insignificante.

II

Sara recorría curiosa cada habitación de la nueva casa que sus padres habían comprado tres días antes. Los espacios eran amplios, luminosos, sin muebles. Después de un largo rato, decidió irse a jugar al jardín porque ya había hecho suya -en su imaginación- toda la casa y empezaba a aburrirse. Entonces, cuando iba a cerrar la puerta de la entrada descubrió feliz que, justo al fondo, en el hueco de la escalera, había una puerta más pequeña que las restantes: se trataba de un cuartito para trastos.
La oscuridad era completa. Buscó con la mano izquierda el interruptor de la luz. Su desencanto fue inmediato cuando el pequeño trastero se iluminó. No había en su interior nada de interés. Ni siquiera una ventana. Pero cuando iba a apagar la luz vio que en un rincón había una muñeca. La cogió y acarició su larga y rubia melena; llamó su atención el rojo intenso de las uñas; sus largas pestañas. De pronto oyó que su madre la llamaba. Dejó caer, caprichosa, la muñeca de sus manos. Apagó la luz. Cerró la puerta.

DESCONCIERTO

Esperanza López

Para Antonio Álvarez del Cuvillo

Era preciosa. Desde el principio me atrajo el color marfileño de su piel, su tersura intacta, su talle espigado y, por encima de todo, sus ojos como almendras. Ya ven, fue amor a primera vista. Cada día, después de ensayar, me acercaba a ella y hablábamos del trabajo. Era una flauta dulce con una técnica muy cuidada. No era una virtuosa, pero indudablemente tenía talento, mucho talento. Me daba la impresión de que yo, un violín experimentado, no le resultaba indiferente y de que tal vez incluso podría parecerle un tipo atractivo. Con cada una de nuestras pequeñas charlas cotidianas iba conociendo un detalle nuevo de su carácter y hasta llegué a pensar que en algunos temas era mi contrapunto perfecto.
No hacía ni un mes que trabajábamos en la misma orquesta, cuando decidí invitarla a cenar; tenía que intentarlo, ¿no creen? Repentizó una excusa poco convincente: estaba muy cansada, dormía mal últimamente, en otra ocasión quizá. Fue un golpe bajo, una nota discordante en la melodía esperada. Sería muy difícil encontrar un buen repuesto para la cuerda que acababa de rompérseme. Qué forma más estrepitosa de desafinar. Me sentía triste y avergonzado.
Sabía que esa noche no iba a poder dormir, así que llamé a unos colegas y salí a emborracharme. Ya de madrugada, recordé que alguien de la orquesta me había recomendado un bar donde el jazz sonaba hasta el amanecer y propuse a mis amigos que fuéramos a tomar allí la última de las muchas copas que consumí aquella noche. Tocaba un terceto formado por un piano, un bajo y un saxo. Decidí concentrarme en la música que inundaba el local y relajarme. Las canciones que interpretaban eran bastante conocidas y el saxo tenor, si bien no era un virtuoso, indudablemente tenía talento. Oh sí, mucho talento. Tras tocar varios temas, el saxo anunció que descansarían media hora antes de continuar con el concierto. Ocurrió entonces: su mirada se cruzó con la mía y noté que algo extraño pasaba. Él bajó los ojos en un gesto nervioso, casi culpable. Eso despertó mi curiosidad y fijé toda mi atención en el tipo que estaba frente a mí, aún subido en la tarima donde tocaban. Esos ojos, esos ojos, ¿dónde había visto yo esos ojos? Ante la insistencia de mi mirada no fue capaz de seguir ocultándome la suya. No podía creerlo: esos ojos como almendras… Esos ojos como almendras, el talle espigado, la piel marfileña. Dios mío, era ella, era la flauta dulce de la que me había enamorado hacía ni un mes; era ella travestida, convertida de noche en un saxo tenor con talento; y atractivo, muy atractivo. Fue amor a primera vista.

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