En el cementerio de Xoco, Coyoacán, Ciudad de México. Fotografía de Moramay Kuri.
BIOGRAFÍA
Nací hace cuarenta y cuatro años en Barcelona. Una biografía formal hablaría de mi primer libro de relatos, Agua dura, que publiqué en España con Ediciones del Viento hace justo dos otoños y que tuvo un poco antes una versión digital en Sub-Urbano Ediciones, de Miami. Fue un libro de aprendizaje pero recibió una respuesta un tanto sorprendente y desde luego muy grata para mí. Me siento agradecido. Creo que a día de hoy todavía puedo firmar algunos de sus cuentos. Esa biografía hablaría también de unas cuantas cosas que he hecho desde 2007, cuando ya algo mayorcito surgió mi vocación tardía y empecé a dedicarme a lo literario y su periferia. Haría relación de mis cuentos en una decena de antologías a ambas orillas del Atlántico, de un puñado de libros no tan ajenos y de varios trabajos como editor, antólogo, crítico literario, periodista cultural, profesor de narrativa, alguna vez como guionista y, cuando me han dejado, también como librero. Pero una de las cosas que, si no eres un patán, aprendes con el tiempo es a darle cada vez menos importancia a todo eso y dejarlo si acaso para las solapas de los libros. Quien quiera leer esas cosas puede buscarlas por la red o visitar mi página. Lo que de veras dice algo de mí ahora mismo es que la escritura y el viaje ocupan mi vida desde hace tiempo, que soy autodidacta en esto y que, mejor o peor, intento hacer las cosas con todo el oficio, toda la verdad y toda la pasión de las que soy capaz. Si por el camino llego a conectar con unos cuantos lectores y conmoverles con mis historias y mi poética, no se me ocurre mejor salario por mi tarea.
No tengo casa desde hace cuatro años, vivo como nómada absoluto el día a día, voy donde me conceden espacio y tiempo para escribir y le dedico casi todas mis energías a los libros por venir. Entre México, Holanda y Alemania terminé este verano mi segundo libro de relatos, que tengo ahora en cuarentena para quitarle todo lo que sobre antes de publicarlo. Entre Praga, Viena y Budapest me ha sobrevenido los dos últimos meses una novela y esa es mi fiebre ahora. Espero que sea contagiosa y todo lo que ardo escribiéndola le llegue pronto y sin perder demasiada temperatura a los lectores. No espero mucho más del llamado mundo literario, prefiero frecuentar cada vez menos a literatos y letraheridos, andar más pendiente de la vida fuera de nuestra endogamia y mirar en un permanente estado de alerta poética las cosas y las gentes que me rodean en cada viaje. Creo que esa trashumancia por la tangente le sienta bien a lo que escribo y a mis huesos. Sé que dentro de otros cuarenta y cuatro años, si es que llego y los cumplo, las solapas de mis libros hablarán de unas cuantas cosas más, pero lo que de veras dirá algo de mi auténtica biografía seguirá siendo más o menos lo mismo que hoy. Y eso está bien, muy bien.
EN LA BOCA DEL OTRO
«Los perros y mi hijo, criaturas sin Dios, seres hozadores y puros, visitadores de todos los rincones»
Francisco Umbral, Mortal y rosa.
Tengo a uno. Lo tengo atado al roble muerto del patio de atrás. Esta madrugada por fin funcionó el lazo. Salí corriendo en cuanto escuché los gruñidos y el ruido de latas. La bestia impone, es cierto, pero me las he apañado para amordazarle el hocico con otra cuerda. Me he quedado un buen rato ahí al lado, sentado en el viejo colchón tendido en el suelo, hasta que los ojos del jabalí han dejado de buscarme tan abiertos y se les ha borrado la rabia. Luego ya no he podido dormir, han vuelto el eterno dolor de cabeza, el zumbido, todo lo demás. Amanece y doy vueltas por la casa, salgo de nuevo al patio, miro al jabalí, rendido sobre sí mismo y respirando despacio. Ni siquiera se incorpora cuando me acerco. Contra el sol, todavía bajo, la silueta del roble calcinado tras el jabalí parece una mano, negra y huesuda, que retiene a la bestia en esta casa y para mí.
No creo que nadie venga hasta aquí si le quito la cuerda del hocico y el jabalí, quizá, hace un poco de ruido. Estoy en la frontera entre el pueblo y el bosque y esta casona, además de quedar apartada del resto, así, destartalada, ya no atrae más visitas que las de algún maldito crío con ganas de meter las narices en mis asuntos. No hace mucho, cuando empezó este verano, casi echo a patadas a un par de la camioneta de mi madre. Les grité y salieron sin protestar demasiado, los dos sudados, con las mejillas enrojecidas y sin fuelle, como si hubieran estado corriendo un buen rato. Después sí que corrieron. «Loco», me gritaban, cuando los muy cabrones ya estaban lo bastante lejos. La furgoneta de mi madre no parece el mejor sitio para que los niños se calienten entre ellos. Lleva dos años ahí, abandonada, la camioneta, sin puertas ni ruedas y cubierta por el polvo. Apenas le queda espuma al armazón oxidado de los asientos y le nacen matas de hinojo en la cabina. Alguna vez me siento ahí y agarro el volante. Mi madre no me dejaba conducirla. Aún llena la cabina el rastro de su sudor. Mi madre. Por las mañanas me hervía hinojo en leche, le añadía miel negra y yo me lamía los dedos después de hurgar en el fondo de cada vaso. Luego subíamos a la camioneta y cruzábamos el pueblo hacia el colegio. Mi madre me palpaba la frente y yo le mentía, que ya no me dolía tanto la cabeza, que todo estaba bien. Luego ella maldecía, bajaba la ventanilla y escupía al pasar por delante de algunas casas.
Ahora me quedan el armazón de esta casa, de la suya, una casa desvalida que se cae a pedazos, y el esqueleto de la camioneta. Y el de mi madre. Cuando terminó de consumirse, menuda como un pájaro, metí su cuerpo en un saco a los pies del roble del patio. Me quedé un rato sentado en el colchón, a su lado, mirando el guiñapo en silencio, bajo la gran sombra del árbol, todavía generosa antes del otoño. Después vacié un bidón de combustible sobre el saco y le prendí fuego. Ardieron el pellejo y el árbol, y así murieron el mismo día mi madre y el roble, bajo el que al día siguiente ―algo más fríos el árbol y yo― enterré las cenizas y algunos huesos chamuscados.
Me queda también un jabalí con el que no sé qué demonios hacer todavía, pero que de momento ya no seguirá rondando cada noche por aquí. Junto al árbol, detrás del jabalí, asoman flores terribles de varios bidones viejos, flores amarillas y revueltas por el viento del verano. Como las órbitas vacías de un cráneo, los bidones parecen contemplar con asombro la casa, cuyas tablas se quejan del viento a cada rato. Miro el roble muerto y pienso en las manos secas de mi madre sobre el volante de la camioneta o sobre mi frente, acallando el zumbido. Las ventanas de la casa están rotas y apenas cuelgan algunas cuñas, dientes de vidrio en ventanas a punto de morder el aire. Fragmentos de mi figura y de la del jabalí se reflejan en esas bocas mudas. Se mueve el reflejo y reparo en la cuerda que lo amordaza. Busco una navaja en el cobertizo, voy hasta el zaguán y regreso. El viento se ha detenido de repente. Me acerco de nuevo al jabalí, con un madero en la otra mano. Me muevo despacio, pero se deja hacer. Cuando corto la cuerda y libero su hocico gruñe un momento pero no arma más escándalo, sólo da un par de tumbos y alcanza un bidón, que se tambalea y tiembla en amarillo. El jabalí tira un poco con su pata de la otra cuerda y del roble desnudo cae una nube de polvo negro.
El primer golpe suena crudo y luego hay un silencio extraño que se propaga hasta la casa, donde todo está quieto, sin que el viento mueva ahora una sola cuchilla de vidrio de las ventanas ni haga crujir las tablas. Otro golpe y ya el jabalí arrúa y se revuelve. Levanto los brazos y, con fuerza, dejo caer otra vez el madero sobre la bestia. Continúo y se levanta de nuevo un manotazo de aire que golpea una ventana y provoca que algunos cristales caigan y hagan bastante ruido. Apaleo duro al jabalí, que intenta devolverme el ataque, pero apenas me habría dado cuenta de la dentellada en la pierna sino fuera porque casi me hace perder el equilibrio. Un golpe más. La sangre le abrillanta el lomo y le apelmaza el pelo, y mi sangre ―o tal vez la suya, ya no estoy seguro― le cuelga espesa de sus dientes, pero la pierna no me duele y ya no escucho los chillidos, porque apaleo más fuerte, porque me ensaño hasta el hueso y entrecierro los ojos para que las astillas del madero y de sus huesos y de la casa muerta no me salten dentro.
Me detengo un instante y me tomo un respiro. El bosque queda muy cerca, me lo recuerda el murmullo de las hojas de los árboles que el viento me trae cuando el jabalí calla de nuevo. Me seco el sudor de la frente y escucho el hilo agónico de la respiración del jabalí, ahí en el suelo ―junto al colchón mugriento― como un fuelle aún vivo que gorgotea. Contemplo un minuto el bosque y adivino allá a lo lejos las miradas de otros jabalíes, que callan tras las rejas de la foresta, pegados a la corteza de los árboles, sumisos y con lo salvaje ausente, casi humanos. Los supongo jaleando para sí, engullendo gruñidos de aprobación entre sus colmillos, asistiendo desde la distancia justa a mi trabajo, el de un verdugo que apalea a un jabalí, a otro jabalí, a ese jabalí que se atrevió a cruzar la frontera de los hombres.
Junto a lo que queda de valla en el patio trasero de esta casa desarmada ―el madero lo he arrancado del zaguán, me he abierto la carne de la mano con un clavo y la herrumbre me produce un escozor dulzón, una espuma de cerveza mal tirada que me resbala por la muñeca hasta ablandar el palo―, junto a la furgoneta oxidada y al fulgor amarillo del hinojo se ha reunido un grupo de vecinos. Hacía mucho que no venían por aquí, pero quién sabe, el ruido de hace un rato, los críos ―aquel par de maricas, seguro― o cualquier pájaro habrán ido a contarles. Sé que el jabalí ―y tal vez otros como él― llevaba semanas esquilmando sus huertos y matando algunos cachorros de sus perros guardianes. Me lo imagino ―mientras empiezo a sentir también en mi pierna la punzada de la mordedura― colándose en sus casas. Imagino al jabalí escaleras arriba, guiándose en la oscuridad por la luz sucia de los dormitorios y el olor de lo humano, del tedio y las sábanas, para morder los dedos de los pies de algunos hombres las noches que no se follan a sus mujeres.
Qué hijos de puta, los vecinos, a quienes no veía el pelo desde hacía dos veranos, cuando mi madre agonizaba. Entonces sí rondaban todas las noches nuestra casa, llevándose maderos de la valla o de la entrada, aprovechando que ella no podía levantarse y que yo dormía mi borrachera en el colchón del patio, soportando el calor fuera de la casa moribunda y atado de manos por el sueño. De vez en cuando abría los ojos y a través de la penumbra, con la mente aún embotada, les veía murmurar y agacharse mientras mi madre les insultaba desde su camastro en la planta de arriba. Estuvieron todo el verano arrancando los maderos con cuidado, con guantes nuevos de grandes almacenes, apartando con decisión a sus mujeres ―que parecían aprobar la operación, cruzadas de brazos, mientras los niños me vigilaban― para que tampoco se cortaran.
Y aquí los tengo ahora, a los vecinos, formando un corro en mi patio trasero, mirándome mal porque le abro la cabeza al jabalí, blandiendo sus maderos con educación, como quien muestra sus credenciales, deseando desde hace tiempo, eso sí, que el jabalí se fuera a su maldito bosque ―eso dicen las mujeres, que sobre todo por las mañanas gritan cuando ven a sus cachorros hechos pedazos y sucia de tierra la alfombra del salón―, que se fuera a su pedazo de bosque del que no debiera haber salido nunca. Es el primer jabalí que se atreve a retarnos y a recordarnos, mientras dormimos, que también seremos carne muerta en la boca del otro, algún día. Y ahora me llaman salvaje, porque me parto las manos en el espinazo de la bestia, porque pobre bestia, dicen, porque ahogo sus gritos casi humanos con los míos, animales ya, y porque me hermano con ella en cada golpe. Porque también sé que esos vecinos que ahora se acercan no se follan a sus mujeres y me lo muerdo cada noche hasta herirme la lengua. Porque me emborracho en la sangre del jabalí y en la de mi pierna, en la de mi mano y en la que me resbala ahora por la frente y me empapa los ojos y me escuece en la lengua, dulce como una sentencia o una llave de hierro o un poso de miel negra y leche, mientras los vecinos me apalean y me insultan, y caigo de rodillas. Me insultan y me dejo, y no escupo el trapo embotado de mi piel ensangrentada, el jirón de pelo que rueda de mi cabeza abierta y me llega a la boca y me deja mudo con el último golpe. Mis huesos ya no crujen y el mundo se desdibuja. Se apaga poco a poco el zumbido, se acerca la noche y la mano negra del roble se confunde con el cielo. Es entonces, cuando doy con todo mi cuerpo en el suelo, rendido, cuando el jabalí gasta también su último aliento en ladear su cabeza y lamerme la cara, como una madre a su jabato.
Relato del libro Agua dura (Ediciones del Viento, 2013).
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