Inés Mendoza

AUTOBIOGRAFÍA LITERARIA

Inés Mendoza es arquitecta y escritora. Su libro de relatos El Otro Fuego, publicado en 2010 por la editorial Páginas de Espuma, ha sido recomendado en medios de prensa como El Cultural (El Mundo), Radio Nacional Exterior, Babelia, El Nacional o el programa Onda Cero. Sus cuentos han sido premiados en concursos nacionales e internacionales y recogidos en varias antologías, entre las que destacan Mar de pirañas, Nuevas voces del microrrelato español (Menoscuarto Ediciones), a cargo del crítico Fernando Valls; o Voces Nuevas (Casa de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, Caracas).

También ha colaborado en diversos medios de prensa y revistas de arquitectura, y participado, en calidad de autora invitada, en eventos como el festival Coruña Mayúscula (Consejalía de Cultura del Ayuntamiento de A Coruña) o el XI Congreso Laberinto de centenarios: una mirada trasatlántica, organizado por la Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos (departamento de Literatura Española de la Universidad de Granada). En la actualidad, imparte cursos en la Escuela de Escritores o en instituciones como el Museo del Romanticismo.

ROSAS AMARILLAS

Inés Mendoza

Fui a buscar a Ilusión al montículo del bosque donde estaban las rosas amarillas. La encontré con los brazos cruzados y el morro furibundo. Le pregunté si seguía enfadada conmigo, ella me dijo que sí, que ya no quería jugar más a las muertas, y sacó de un bolsillo sus alas de murciélago. Grité espantada, creí que era uno de verdad. ¿Por qué serás así?, le dije; ella batió las alas mientras sonreía maliciosa y yo me tapé los oídos sin hacer alharaca.

Pasaba el muchacho de la Ciudad Escondida, menudo nombre para una ciudad. Qué raro, dijo Ilusión; mira lo que lleva en la espalda. Un bacalao, casi tan grande como él, moviendo aún la cola. Está vivo, dije, y el muchacho de la Ciudad Escondida se volvió hacia nosotras. Intentó decir adiós con la mano que tenía libre, pero el bacalao aprovechó el momento para revivir y vino nadando, o más bien arrastrándose, confundido tal vez, porque lo único cierto es que allí en el montículo no había agua.
Un momento después llegó reptando hasta la orilla de nuestros pies y nos llenó de escamas, qué asco. Ilusión aprovechó para atraparle y se lo enseñó al muchacho de la Ciudad Escondida en señal de triunfo. Él vino, aunque yo le hice señas de que no se acercara, no todo el mundo aguanta a Ilusión, es peligrosa; pero él no me hizo caso. Me sentí transparente. Le dio a Ilusión un beso en la mano como a una gran dama y a mí otro más rápido. Ilusión se le puso a tiro, como tapándome, y en ese momento no se me ocurrió qué decir.

El muchacho nos preguntó qué hacíamos, mientras el bacalao empezaba a ponerse negro y a hincharse. Ilusión indagó si quería jugar con nosotras a las muertas y yo temblé. ¿Y cómo es ese juego?, preguntó él. Sería muy difícil que lo entendieras, le dije; pero Ilusión empezó a contarle que simplemente se trataba de aguantar la respiración y el que resistiera más sería el muerto, le pondríamos velas y rosas amarillas o violetas, y lo velaríamos toda la noche, diciendo cosas maravillosas de él, de sus grandes hazañas mientras estuvo vivo, haríamos un discurso precioso para recitarlo llorando, y le cantaríamos el Ave María con voz celestial. Pero yo no he realizado grandes hazañas, dijo él; no importa, contestó Ilusión, las inventaríamos. Entonces qué sacaría él de todo esto, preguntó. Quise hablar, pero Ilusión apretó su mano contra las branquias del bacalao y lo mató, era su señal de amenaza. Así que yo no me atreví a decir nada más.

Ilusión le preguntó al chico si después de todo no se trataba de eso la vida, de ganar amigos que le lloraran a uno en el velatorio, de tener amores imposibles y sufrir por ellos, de recordar lindos momentos que nunca fueron así, de hacer una cosa tras otra e inventarse ocupaciones. Finalmente, le prometió que aquella muchacha rubia, la hija del pastelero de Ciudad Escondida, le declararía su amor creyéndole muerto, y él, como un fantasma, podría entrar a su cuarto por las noches, pero que además su nombre sería escrito para siempre en el libro de los muertos del Registro Civil y todos pensarían en él durante dos o tres meses, como poco, hasta que se descubriera que todo era un juego.

William Trost Richards. Guernsey Cliffs. Channel-Islands

Así que el muchacho de la Ciudad Escondida aceptó jugar. A pesar de las amenazas quise advertirle, pero Ilusión me vigilaba, no sé si he dicho que además de peligrosa es muy astuta: soltó el pez ya fláccido sobre el acantilado; luego los tres miramos hacia abajo y vimos cómo un pequeño trozo del mar se tiñó de rojo con su sangre. Nos sentamos en el suelo; Ilusión le preguntó al muchacho de la Ciudad Escondida cómo querría haber muerto en caso de que ganase, él se quedó pensativo y dijo que no se le ocurría nada. En ese momento yo quise preguntarle si le gustaría morir de una caída desde la azotea, recordaba que a Ilusión le daban miedo las alturas. El muchacho estuvo a punto de decir que sí, pero ella hizo un mohín de aburrimiento y le dijo que mejor morir heroicamente, que morir como mueren los héroes sí que era toda una aventura. Ante el terror de mis ojos, el chico dio saltitos de emoción pensando en la hija del pastelero; era un muchacho enamorado.

De modo que nos fuimos hasta el precipicio, al borde del bosque; recogimos maderas para quemar con el incienso y después Ilusión le pidió al chico que juntara para su entierro algunas rosas.

Y qué loco el mar allá abajo; las olas, en gotitas, haciéndonos cosquillas en la nariz. El muchacho bajó tembloroso, resbaló un poco por el precipicio; las dos cruzamos una mirada y pensamos igual: si lo arrojásemos al vacío, le veríamos caer sobre la sangre del pescado que tenía los ojos abiertos, rodeado de sus rosas amarillas, como el día en que yo caí.


El otro fuego (Páginas de espuma, 2010)

LA JUNGLA DEL OJO

Microrrelato

Despiertas de repente en la noche inmóvil de la jungla del ojo. Es una sensación como de revólver en la sien. Te encuentras con la muchacha de arena; tiene la cara cubierta y las manos de sal. Cruzas los dedos en señal de buena suerte, pero los dedos son mortales: armas y plumas, palabras y heridas. Y te dices que aquí llueve, que aquí se llora. Y te recuerdas que hace mucho que las llamas ya no se visten para su primer amor.


El otro fuego (Páginas de espuma, 2010)

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