
Clarice Lispector. Fotografía de Claudia Andújar.
LA SOLEDAD DEL INSOMNE
Las noches invernales son objetivamente largas, pero pueden hacerse interminables para quien se siente atacado por el insomnio, un mal que, según las estadísticas, en algún momento de su vida padece un treinta por ciento de la población. Las causas más comunes son el estrés acumulado y las preocupaciones cotidianas. Sin embargo, cierta tradición asocia el insomnio a la mala conciencia.
No duerme cuando debería dormir aquel que soporta el peso de alguna culpa, de un delito no expiado. La noche se venga del culpable arrebatándole el sueño, a modo de castigo, y en el poco tiempo en que logra conciliar el sueño, es asaltado por horribles pesadillas. El cruel emperador Calígula padecía de insomnio y no dormía más de tres horas. De ahí la expresión “dormir como un niño”. La inocencia infantil goza de la gracia del sueño.
En las tragedias de Shakespeare no duermen los personajes que tienen algún cargo de conciencia. Macbeth y su esposa sufren de este mal desde el momento en que ordenaron el asesinato del rey Duncan para afianzarse en la usurpación. Tras el regicidio, Macbeth escucha una voz que le dice: “Macbeth, tú no puedes dormir, porque has asesinado al sueño”. En Julio César, Marco Bruto cae en las redes del insomnio desde que Casio le incitó a conspirar contra César, quien confiesa a su leal Marco Antonio que prefiere rodearse de hombres gruesos y que duerman bien. En cambio, Lucio, el criado de Bruto, duerme a pierna suelta.

Orson Welles en el papel de Macbeth, en la película que dirigió en 1948 basada en la obra de Shakespeare.
El insomnio es una maldición merecida y el sueño la “suave nodriza de la naturaleza” y “la sal de la vida”. Suele asaltar antes a los poderosos que a las gentes sencillas que, fatigadas por el duro trabajo diario, al llegar la noche se tumban rendidas en sus modestos lechos, atrapadas pronto en los brazos de Morfeo. En la obra del mismo título de Shakespeare, el rey Enrique IV se pregunta por qué el sueño se acuesta en casuchas y jergones incómodos y habita en grandes alcobas perfumadas, bajo doseles de lujo y arrullado por el sonido de la más leve melodía.
A propósito de melodía, un ejemplo de poderoso atribulado por el insomnio fue el conde alemán Hermann Carl von Keyserlingk (1696-1764), con residencia en la corte de Dresde. Cuenta el primer biógrafo de Bach, Johann Nikolaus Forkel, que éste compuso las Variaciones Goldberg por encargo del conde. Johann Gottlieb Goldberg era, además de un competente alumno de Bach, el clavecinista de la casa del aristócrata. En las noches angustiosas en que éste no podía conciliar el sueño, Goldberg improvisaba algunas piezas en el clave que había en la antecámara del dormitorio del conde con el propósito de calmar su insomnio. Pero las interpretaciones eran tan enérgicas que surtían un efecto contrario al deseado. Por ello el conde encargó a Bach una obra para Goldberg que le ayudara a dormir.

Hermann Carl Graf von Keyserling.
El compositor intuyó que la variación era la modalidad musical que mejor se adaptaba al deseo del ilustre insomne. De este modo nació el aria y treinta variaciones que hoy conocemos como las Variaciones Goldberg. Dicen que Von Keyserlingk, satisfecho con la obra, gratificó el trabajo de Bach regalándole una copa de oro con cien luises de oro dentro. Por lo visto, jamás se cansaba de escucharlas, al menos por el día (se supone que por la noche le hacían efecto). Algunos especialistas en Bach han puesto en duda esta historia ante la ausencia de una dedicatoria en la partitura original. Pero, aunque se trate de una leyenda, nos parece tan hermosa y verídica que preferimos darla por auténtica. En ese caso tendremos que reconocer que se trata del método más sano y eficaz -a la vista de los resultados- para combatir el insomnio que se ha ingeniado hasta ahora. Sin contraindicaciones ni efectos secundarios indeseables.
En el mundo real no siempre el insomnio deriva del sentimiento de culpa y del remordimiento. Son muchos los que, teniendo motivos más que suficientes para que la conciencia los prive del sueño, duermen como lirones. Se trata de los mismos a los que el café cargado que tomaron antes de acostarse les quitó las ganas de dormir. La mala conciencia sigue dormida en ellos.

Johann Gottlieb Goldberg.
Para dormir bien es preciso creer en algo, albergar alguna esperanza, aunque sea en el día siguiente y en las novedades que pueda depararnos, soslayando la nada remota posibilidad de que se parezca demasiado al anterior. El creyente, y no digamos el fanático, se hallan libres del insomnio. La creencia les ofrece seguridad y certidumbre, con lo cual pueden permitirse dormir a sus anchas. La duda, en cambio, se presta al insomnio, mantiene los sentidos vigilantes y excita los nervios, principalmente cuando se está en reposo. No duerme hasta que se revierte en resolución y en creencia. Quizá esto explique que en la noche previa a un acontecimiento trascendental para ellos algunos duerman plácidamente e incluso más horas de las acostumbradas.
A Montaigne le parecía extraño que los grandes personajes se mantuviesen tan inconmovibles que ni siquiera les mermara por ello el sueño. Cita el caso de Alejandro Magno, quien la noche anterior a la batalla de Gaugamela contra Darío III, durmió profundamente y hasta bien entrada la mañana, por lo que el general Parmenio, ante la inminencia del combate, tuvo que acercarse a su lecho para despertarlo llamándolo dos o tres veces por su nombre. La noche antes de matarse, el emperador Otón, tras poner orden a sus asuntos domésticos y afilar la espada, cayó en un sueño tan hondo que sus criados le oían roncar.

Busto de Alejandro conocido como «Herma de Azara» o «Alejandro Azara». Copia romana en mármol de un original de Lisipo, c. 330 a.c.
También Catón cuando estaba preparado para quitarse la vida, se echó a dormir tan profundamente que sus resoplidos se escuchaban en la habitación contigua. Más raro fue el caso de Augusto. A punto de comenzar la batalla naval contra Sexto Pompeyo en Sicilia, se sintió invadido por un sueño tan profundo que sus amigos tuvieron que despertarlo para dar la señal de la batalla. Todos estos personajes estaban seguros de sus decisiones.
Al comparar a Napoleón Bonaparte con su descendiente Napoleón III, Kierkegaard observó que mientras aquél podía dormir en vísperas de la batalla, éste, en la víspera del golpe de Estado (en realidad autogolpe) de 2 de diciembre de 1851 se paseaba inquieto entre las dos y las cuatro de la madrugada. Una prueba de que carecía de madera de héroe.
La postura fetal que adoptamos en el lecho mientras aguardamos la llegada del sueño se presta al tormento de la extrema concentración o al placer del abandono. En la cama se recuerda mucho o se olvida todo. Normalmente se demuestra más sensatez olvidando que recordando.
Dormir nos exige olvidar. Olvidarse en primer lugar de uno mismo. Ese olvido inocente revela una saludable desinhibición. Un sueño profundo y reparador constituye un indicio de que el individuo se ignora ni más ni menos de lo necesario. La suprema felicidad del hombre consiste en ignorarse lo suficiente como para estar reconciliado con su naturaleza animal, esa que es común a todos los durmientes.

“El Sueño”, de Pablo Picasso.
En el relato Funes, el memorioso, Borges cuenta la historia del uruguayo Ireneo Funes, al que el narrador conoció de muchacho en la ciudad de Fray Bentos. Años después vuelve al lugar y al preguntar por su paradero se entera de que, a resultas de la caída de un caballo, había quedado tullido. Tenía diecinueve años. En la conversación que mantuvo con él, Funes le dijo que, tras ser volteado por la caballería, perdió el conocimiento, pero que al recuperarlo comprobó que había adquirido una memoria portentosa. “Ahora su percepción y su memoria eran infalibles”. Naturalmente, le era muy difícil dormir porque dormir “es distraerse del mundo”.
No fue una casualidad que la memoria del Narrador de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, se desencadenase a raíz de un episodio de insomnio. Por el camino de Swann, la primera obra del ciclo novelístico, arranca con el recuerdo de una noche en la que el Narrador se despierta en la cama sin saber dónde se halla ni quién es. Esa desorientación le lleva a rememorar de forma fugaz las alcobas en las que durmió a lo largo de su vida. Así, imagina que se encuentra en el dormitorio de la casa de sus abuelos de Combray, donde pasaba las vacaciones junto a sus padres, o, ya adulto, en el de la casa de campo de la señora de Saint-Loup, que es donde se encuentra en el momento de hilvanar esos recuerdos.
Una vez desatada la memoria, el insomne pasa el resto de la vigilia evocando anécdotas, lugares y personas de su vida de antaño. Fue a partir de esos recuerdos de insomne cuando emprendió la lenta y costosa recuperación del tiempo perdido.

Marcel Proust.
Aunque el olvido sea una condición necesaria para dormirse, los sueños que tenemos dormidos escarban en nuestra memoria y probablemente con mejor fortuna que cuando recurrimos a la memoria voluntaria. Si para dormir por la noche es necesario olvidar, los sueños reavivan la memoria dormida durante el día. En cambio, la concentración revela un miedo a perder y un insensato esfuerzo por retener. Más que despierto, se está vigilante.
Que la Tierra no duerma y se pase todo el tiempo girando, con el ojo derecho abierto en una mitad y el izquierdo cerrado en la otra, es su cometido. Pero nosotros no podemos aspirar a tanto y emularla. Necesitamos dormir de veras, sin recelo alguno, con desprendimiento. Los insomnes son rehenes de un yo avasallador, que aspira a franquear sus límites naturales. Cometen la temeridad -si es que puede llamársela así- de no olvidarse de sí mismos, en lugar de dejarse llevar por la corriente plácida del sueño. En el pecado llevan la penitencia.
Más aún, quien se va a la cama no para dormirse, como debería, sino para dar vueltas a alguna idea o preocupación, merece el insomnio. No es de esa forma como se agradece la generosidad que nos dispensa la amable cama. Si a uno le viene pequeña ésta para su gran idea, lo mejor que puede hacer es abandonarla, hasta que el sueño vuelva a ser más grande que la idea de marras. Entre las modestas funciones de la cama no figura la de aliviar las preocupaciones. Al contrario, en ella se enardecen.

“El Sueño” (detalle), de Francisco de Goya (c. 1790).
En el insomnio causado por alguna inquietud dejamos que ésta se salga con la suya, que nos supere, como si por no dormir fuésemos a afrontarla con más energía, cuando en realidad ocurre lo contrario: el insomnio la exacerba, transformándola en obsesión, a cambio de debilitarnos a nosotros. Parece que cuando un pensamiento nos obsesiona, creemos necesitar mucho más tiempo del que estamos despiertos para continuar hurgando en él. Son pensamientos que nos quitan el sueño sin darnos casi nada a cambio. Es probable que el tiempo que hubiésemos dedicado a dormir nos hubiese revelado de ese pensamiento angustioso mucho más que los insomnios que invertimos en escrutarlo en vano.
Las ideas que se alimentan bajo el fulgor equívoco del insomnio, por la mañana se disolverán en la nada, como tantas fantasías oníricas. Velchanínov, el protagonista del relato de Dostoyevski El eterno marido, constató que las sensaciones y pensamientos que le embargan en sus noches de insomnio no se parecían en absoluto a los que tenía en la primera parte del día. Sorprendido ante este hecho, pidió consejo a un reputado médico, conocido suyo. El doctor le dijo que el desdoblamiento de los pensamientos y sensaciones en las horas de insomnio es algo corriente en las personas que “piensan demasiado y sienten con mucha intensidad” y que en estos casos lo más conveniente es cambiar radicalmente el modo de vida y de régimen alimenticio, e incluso emprender algún viaje.

Fiódor Dostoyevski retratado por Vasily Perov.
Una de las causas del insomnio es el miedo a no dormir, un temor absurdo que lleva al insomne a desconfiar del mecanismo natural del cuerpo que nos proporciona el sueño, como si el suyo fuese una excepción. Se trata de una manera artificial de provocar al sistema nervioso, de excitarlo sin necesidad alguna. De todos modos, el temor, cualquiera que sea su naturaleza, atenta contra la predisposición natural al sueño. Mantiene en vela al temeroso, aunque no se sepa qué es lo que vela, como no sea a su propio miedo. Naturalmente, el miedo quiere que se le haga caso, que se lo alimente, siendo el sueño su principal enemigo.
El insomnio desafía no sólo a la voluntad del insomne sino las medidas convencionales del tiempo nocturno. Ni sus minutos ni sus horas tienen la misma equivalencia que por el día y que para los durmientes, a muchos de los cuales la noche incluso les habrá parecido corta cuando despierten. De ahí la sensación del insomne de que la noche no se acaba nunca. Para él dura una eternidad. La única forma de neutralizar esa sensación de infinitud superflua es haciendo algo que le ayude a sobrellevarla, volcándose en una fantasía o un pensamiento que lo desvíe de la obsesión del insomnio y enfríe sus nervios. Tendrá que recurrir a un soporte externo que le permita escapar tanto tiempo como sea posible de la jaula del insomnio. Uno de los más frecuentes es la lectura de algún libro que entretenga su imaginación.
Numerosos escritores aquejados de insomnio crónico se las arreglaron para que les resultara productivo. En octubre de 1876, durante su estancia en Sorrento, en la Villa Rubinacci, situada a las afueras de la ciudad, y a expensas de Malwida von Meysenbug, Friedrich Nietzsche compartió techo con otros escritores, como su amigo Paul Rée. En las noches de insomnio anotaba en una pizarra que tenía en su dormitorio los pensamientos que se le iban ocurriendo. Muchos de estos figuran en Humano, demasiado humano. Aun así, se acostumbró a combatir los episodios de insomnio ingiriendo narcóticos que le causaban daños casi peores.

Malwida von Meysenbug.
Al parecer Fernando Pessoa escribía en sus noches de insomnio. A esas horas muertas debemos la composición de poemas, horóscopos, cartas, notas de lectura, listas bibliográficas, textos políticos, canciones, obras de teatro, traducciones y hasta una guía turística de Lisboa. Una producción que, según los investigadores, alcanzó la cifra de 27.513 documentos. Describió detalladamente las sensaciones que le embargaban durante sus insomnios en un poema, firmado por su heterónimo Álvaro Campos el 23 de marzo de 1929, que precisamente tituló Insomnio:
No duermo, ni espero dormir./ Ni en la muerte espero dormir./Me aguarda un insomnio de la amplitud de los astros/ Y un bostezo inútil, extenso como el mundo.
El poeta se queja de que, en medio del “gran silencio aterrador”, el insomnio le impida leer, escribir, pensar y hasta soñar, y que le falten energías para “tender la mano hasta el reloj” o encender un cigarrillo que le distraiga. “Sólo para estos versos, escritos el día siguiente” porque “todos los versos se escriben siempre el día siguiente”. Al día siguiente del insomnio.

La cama de Fernando Pessoa en la casa donde habitó los últimos quince años de su vida, 16 de la Rua Coelho da Rocha, en Lisboa.
No duermo; yazgo, cadáver despierto, sintiendo,/ Y mi sentir es un pensamiento vacío./Pasan por mí, trastornadas, cosas que me sucedieron;/ Todas aquellas de las que me arrepiento y me culpo;/ (…)/ Tengo sueño y no duermo, siento y no sé qué sentir./ Soy una sensación sin la correspondiente persona,/ Una abstracción de autoconciencia sin de qué,/ Salvo de lo necesario para sentir conciencia.
En vano invoca al amanecer, aunque teme que le traiga “otro día igual a éste, seguido de otra noche igual a ésta…”. Su cansancio penetra hasta el fondo del colchón y le “duele la espalda por no estar acostado de lado”, aunque si estuviera acostado de lado, le dolería la espalda por estar acostado de lado.
La Humanidad reposa y olvida sus amarguras (…)/ La Humanidad olvida, sí, la Humanidad olvida./ Y es que incluso despierta la Humanidad olvida./Exactamente. Pero yo no duermo.

Fernando Pessoa.
Al contrario que Nietzsche, Kafka se negaba a combatir los largos episodios de insomnio tomando narcóticos. Firme partidario de la medicina naturista, opinaba que los medicamentos, al ejercer su acción en todo el cuerpo, dañan aquellos órganos que no requieren de sus efectos. Desde luego entre los muchos motivos de su insomnio crónico no figuraba el que tomase pocas infusiones de valeriana. Lo achacaba a una forma de vida inadecuada que duraba desde hacía treinta años, según le confesó a su amiga Grete Bloch.
Se reprochaba no acostarse más temprano, una costumbre que quizá habría contribuido a eliminar su insomnio. Además, cuando dormía algo le asaltaban sueños superficiales “y nada fantásticos”. En todo caso no hacían sino repetir de modo más animado los pensamientos diurnos. Esta forma de dormir le resultaba tan fatigosa como el propio estado de vigilia.
En las noches de insomnio concibió buena parte de sus narraciones -sabemos por el Diario que escribió La condena en toda una madrugada- y el desvelo constituye el punto de partida de algunas de sus historias. Las pesadillas que asaltan a Gregor Samsa en La transformación, a Josef K. en El proceso, y a K. en El castillo comienzan desde el momento en que despiertan en sus lechos conmocionados por alguna incidencia extraordinaria que trastorna su forma de vida de tal manera que ya no volverán a disfrutar de la paz del sueño.

Anthony Perkins en el papel de Josep K., en la versión cinematográfica de la novela de Kafka que Orson Welles rodó en 1962.
La dolorosa metamorfosis física que sufre Gregor Samsa lo expulsa de la comunidad humana más próxima, la familia, un motivo suficiente para quitarle las ganas de dormir. El proceso que el extraño tribunal entabla contra Josef K. le obliga a recordar su pasado, en busca de alguna culpa que justifique la enigmática acusación que recae sobre él, privándolo de un sueño tranquilo.
Tras su llegada una noche nevada a la aldea del castillo, por cuyas autoridades ha sido convocado en su condición de agrimensor, a K. se le notifica por teléfono que se trata de un error en el mismo momento en que se disponía a dormir después de un largo y agotador viaje. Convertido de repente en un paria, en un extranjero sin techo en la hermética comunidad aldeana, se debate en vano contra las misteriosas autoridades del castillo para hacerse valer. Nunca más recuperará el sueño del que fue privado abruptamente la primera noche en que pisó la aldea.
Así como uno inclina a veces la cabeza en el pecho para reflexionar, así sumirse plenamente en la noche -se lee en uno de los breves relatos de Kafka. Los hombres duermen alrededor. Es una pequeña farsa, un inocente autoengaño, pensar que duermen en casas, en sólidas camas bajo sólidas techumbres, estirados o encogidos sobre colchones, envueltos en telas o cubiertos con mantas (…) Y tú velas, eres uno de los vigilantes (…). ¿Por qué velas? Alguien tiene que velar, se ha dicho. Alguien tiene que estar ahí.

Emil Cioran.
También Cioran aprovechaba las noches en blanco para entregarse a la “lucidez vertiginosa” y extraer ideas brillantes. A la “suerte” de no poder dormir le debía haber percibido ciertas cosas en la vida. En Breviario de podredumbre compuso una especie de oda al insomnio del que dijo que vino a sacudir su carne y su orgullo.
Tú, que transformas al bruto juvenil, matizas sus instintos, avivas sus sueños; tú, que, en una sola noche, dispensas más saber que los días consumados en el reposo, y, en los párpados doloridos, descubres un suceso más importante que las enfermedades sin nombre o los desastres del tiempo.

Clarice Lispector.
Clarice Lispector se tomaba el insomnio con calma, percibiéndolo incluso como un don. Más valía no provocar al enemigo e incluso, ya que no había forma de eludirlo, obtener algún provecho de él. En una de las crónicas que publicó en el Jornal do Brasil, fechada el 20 de enero de 1968, describe una noche de insomnio. Habiéndose despertado a las dos de la madrugada, siente la hondura de la soledad en medio de la habitación iluminada por la luz eléctrica. ¿Quién estará despierto ahora?, se pregunta, quizá en un deseo de confraternizar imaginariamente con algún insomne. Sin ganas de leer ni de escribir, se le ocurre que el insomnio puede transformarse en un don.
De repente despertar en medio de la noche y tener esa cosa rara: soledad. Casi ningún ruido. Sólo el de las olas del mar golpeando en la playa.
En esa soledad puede saborearse la riqueza y la vaciedad de la nada, mientras el tiempo transcurre y trae el amanecer. Asomada a la terraza descubre que “el mar es mío, el sol es mío, la tierra es mía. Y me siento feliz por nada, por todo”.

Josep Pla.
La vejez familiarizó a Josep Pla con el insomnio, aunque presumía de no haber recurrido jamás a los somníferos. En una de sus anotaciones observó que los insomnios producen una especie de alma sedienta.
¿Sedienta de qué? Quien se lo tome a pecho acabará dudando de que su presencia en este mundo sea aceptada. Dormir implica ser aceptado.
Esta afirmación perspicaz recuerda al desasosiego de los personajes de Kafka ante la extrañeza, cuando no la hostilidad, que perciben en su entorno más inmediato. Dormimos mejor cuando nos sentimos aceptados, y a la inversa. La soledad oceánica del insomne ante la indiferencia de los durmientes constituye el ejemplo más claro de ese sentimiento de extrañeza ante el mundo.
En las nada crepusculares Notas del crepúsculo Pla arremetía contra los intelectuales trascendentalistas que aconsejaban dormir lo menos posible porque después de la muerte ya dormimos bastante. Un consejo que, por suerte, no debe seguir nadie. Otro tanto cabe decir de aquellos que argumentan a favor del insomnio que ofrece la ventaja de vivir más tiempo que a quienes tienen un sueño reparador, como si vivir fuese meramente una cuestión de cantidad.

Jorge Luis Borges.
Al preguntarse por la naturaleza del insomnio, a Borges le parecía que se trataba de una pregunta retórica, puesto que conocía demasiado bien la respuesta:
Es temer y contar en la alta noche las duras campanadas fatales, es ensayar con magia inútil una respiración regular, es la carga de un cuerpo que bruscamente cambia de lado, es apretar los párpados, es un estado parecido a la fiebre y que ciertamente no es la vigilia, es pronunciar fragmentos de párrafos leídos hace ya muchos años, es saberse culpable de velar cuando los otros duermen, es querer hundirse en el sueño y no poder hundirse en el sueño, es el horror de ser y de seguir siendo, es el alba dudosa.
El insomne se percibe como un extraño en la comunidad de durmientes, sólo que es el único que tiene conciencia de ello. Una isla desierta en medio del océano solitario. El silencio y la noche acentúan la sensación de aislamiento, que amaina al venir el día y cuando al fin comparte el insaciable despertar con aquellos que han dormido profundamente. El reloj de su existencia vuelve a marcar la misma hora que el de los durmientes, y su mismo ser, agrandado artificialmente por la soledad nocturna, recupera su tamaño natural. Entonces se siente como un desterrado de vuelta a su país natal, sólo que con el cuerpo magullado por la fatiga del insomnio.

Virgilio Piñera.
Pero los hay que, como Álvaro Campos, el poeta heterónimo de Pessoa, por más vueltas que dan en la cama en busca de la postura apropiada que los reconcilie con el sueño anhelado, más se alejan de su propósito. Se sienten perseguidos por el enemigo implacable y tenaz, como si la persecución amenazase con perseguirles incluso después de la muerte.
No sospechan que quizá sean ellos quienes con su huida desesperada estén alentando la persistencia del perseguidor. Carecen de la paciencia necesaria para perseverar en una postura y aguardar a que los nervios y los músculos se relajen. Tampoco aciertan con un pensamiento o fantasía que distraiga su desvelo. La obsesiva búsqueda del sueño es precisamente lo que les impide encontrarlo. Sólo en el momento en que dejen de buscarlo, se encontrarán con él, o más bien el sueño los habrá encontrado a ellos.
Con un humor negro, Virgilio Piñera describió en el pequeño relato El insomnio a un hombre que, víctima de este mal, pide consejo al amigo de al lado. Éste le recomienda que pasee algo sin cansarse, que luego tome una taza de tila y apague la luz. Pero ni aun siguiendo estos consejos puede dormir. Acude al médico, que habla mucho, “pero el hombre no se duerme”.
A las seis de la mañana carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre está muerto pero no ha podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente.
Muerto el insomne, se acabó el insomnio.
Magnífico texto, Jaime. Recuerdo cómo Stefan Zweig describía las noches de Balzac, ese insigne insomne, aunque fuera por la ingesta de litros de café.