FRANCISCO JAVIER GUERRERO
(Córdoba, 1976)
es autor de los libros de relatos Micromundi (2012) y Caleidoscopia (2014), y de los poemarios Cuaderno de ruta (2013) y Anatomía del tornado (2015). Incluido en numerosas antologías entre las que destacan Antigüedades, Deseos humanos, El beso, Fotografías, El día de los cinco Reyes, Bajo la alfombra roja y 44 mundos a deshoras, ha colaborado con diferentes revistas e iniciativas culturales a lo largo de los últimos años, como la plataforma Raíces de Papel, Miscelánea Literaria, la asociación cultural Mucho Cuento, Cuadernos del Sur o La Galla Ciencia. Ha trabajado con el guitarrista Rafael Montilla El Chaparro en la musicalización de sus poemas. Actualmente ultima la publicación de su primera novela.
Además, tiene gata y una hija y un hijo que son los más feroces críticos de su obra, un refugio dentro de su casa hipotecada y una compañera indispensable. Le gusta pasear con ellos, releer algo viejo cada día y viajar. Y no le gusta dormir ni despertarse. Pero se resigna y hace suya la frase de Ovidio: se hace ligera la carga que se sabe llevar bien.
LA SONRISA DE DUCHENNE
París, 1858
El talle deprimido, rodillas juntas, los muslos consumidos y muy débiles, escarchados y lánguidos, como indomables símbolos de una belleza desinteresada. Guillaume describió con exactitud la afección que sufría el hijo menor de Jean Bernard, su amigo de la infancia, tras estimular con corriente alterna las caras anteriores de sus músculos dañados. Sin embargo le consumió completamente el ánimo y buena parte de su energía no haber podido hacer nada más por él. Se entregó en cuerpo y alma a los abismos de lo desconocido para rozar solo el esplendor de un misterio salvaje que jamás pudo descifrar. Su gesto dejó de ser pasión cuando ya fue tarde. El pequeño abandonó la vida sin quebrantar la paz ni el silencio y su padre no volvió a sonreír. El dolor de la pérdida le provocó una parálisis facial de la que nunca se recuperaría. Jean Bernard le hizo, a duras penas, sitio de nuevo al aire del mundo, en los pulmones y en el corazón, en las horas sin hora, igual que un retiro de isla visible, y se quedó en París para asistir a Guillaume en sus experimentos de arcángel triste, rebelde y ambicioso. Fue el modelo fotográfico en las célebres imágenes de su Mecanismo de la fisionomía humana. Mediante corrientes galvánicas en diferentes puntos del rostro, Guillaume consiguió expresiones de horror, sorpresa, admiración, alegría y tristeza en el semblante de su adjunto. El nervio del espíritu, solía decirle, ha venido a hacer música con tus fotografías. También en esa insólita tierra sin tierra se podía bosquejar la estela que quedaba entre un disparo y el animal herido. La huella en la que Jean Bernard se detenía era la imagen de su propia desdicha. El reflejo de la muerte de su único hijo en las convulsiones involuntarias de la musculatura de su cara era una representación justa de su sentir. No haber tenido más tiempo, más medios. No haber podido verlo crecer, correr, hacerse un hombre. El cielo arterial de Ville Lumière, gavilla de su sueño barbitúrico, fue el último fulgor de una brizna de hierba. Cuando el doctor aplicaba dos electrodos bajo las comisuras de los labios y otro sobre el entrecejo. Entonces, Jean Bernard, contemplaba el equilibrio entre el gesto y el desconsuelo, que era la nostalgia, y se sentía, en cierto modo, aliviado. No hay bálsamo más lenitivo que la verdad. En cambio, y por ese mismo motivo, (no es ninguna paradoja), Dennis, ciento sesenta años más tarde,
Estocolmo, 2018
prefería contemplar otro de los retratos. Las mejillas llevando los labios hacia arriba y la piel arrugada alrededor de los ojos. Aquella famosa sonrisa. Tan auténtica y tan espuria en el semblante de Jean Bernard. Eco ya tan solo de algún relato en el promiscuo libro de la vida, o senda para un aire que se desterraba en su ciudad natal o a tres mil quinientos kilómetros de distancia. Dennis, joven galeno y notable investigador, llegó hasta la capital sueca para participar en unas conferencias sobre la distrofia muscular de Duchenne. Enfermedad hereditaria de progresivo deterioro miopático y fatal pronóstico que padecían sus dos hermanos, y que recibió tal denominación en honor al neurólogo francés que realizó su primera descripción en la segunda mitad del siglo XIX: Guillaume Benjamín Amand Duchenne. Por ese motivo cargó con su obra La fisiología del movimiento, sus publicaciones en la revista L’Union médicale, la correspondencia que mantuvo con Darwin y el libro donde éste incluyó alguna de sus fotografías, La expresión de las emociones en el hombre y en los animales. No podía dejar de concebir esas imágenes como un delicado puente entre la medicina y el arte (los símbolos y la salvación) que dirigía hasta su memoria la lucha despiadada, tajante, definitiva, que aún acometían a diario, cada segundo, sus padres, y la impiedad cotidiana de la fisioterapia, los complejos tratamientos o el amor forzoso. En su hogar anidaban quetzales de cartón que revoloteaban en la fantasía de unos niños señeros y generosos, sobre sus cuerpos excepcionales, posando sus garras en los hombros o en las caderas, como una prueba incontestable de perfección y afecto. La luz y la oscuridad estaban amalgamadas, revueltas. Su significación y sus destellos. La pátina tostada de existencias convulsas anexiona imperios inalcanzables. Liberación, ventura, futuro, compromiso. O un empeño inquebrantable. Dennis lo tenía. Las zancadillas institucionales y económicas nunca fueron obstáculos demasiado grandes para frenar su perseverancia ni su espíritu apasionado. Progresó entre rosales bermellones escapando del agua hasta que la investigación dio sus frutos. Las expectativas eran altas, pero cuando fue su turno, Dennis despejó cualquier atisbo de incertidumbre. Dejó alguno de sus papeles sobre el atril. Ajustó el micrófono. Miró al auditorio. Bebió agua. Dirigió su mirada hacia regiones de un amor más poderoso. Hasta otro tiempo. Y comenzó a hablar. Una ovación ensordecedora sucedió su primera frase. Entonces sintió las descargas. Unos ligeros calambres cerca de la boca y de los ojos. Experimentó la simetría y la felicidad. Cómo no. En su cara se había dibujado la genuina sonrisa de Duchenne.
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