Patricia Esteban Erlés

PATRICIA ESTEBAN ERLÉS

Licenciada en Filología Hispánica, es profesora y colabora como columnista en Heraldo de Aragón. Hasta el momento ha publicado tres libros de cuentos (Manderley en venta, Abierto para fantoches y Azul ruso) y un libro de microcuentos, Casa de Muñecas, ilustrado por Sara Morante. Ha participado también en antologías de relatos, como Madrid negro, Siruela, 2016. Recientemente ha terminado su primera novela, Las madres negras.

CANTALOBOS

En Cantalobos se aprende enseguida que la locura es blanca y silenciosa como un gato de angora. A los recién llegados se les va prendiendo del pelo sin hacer ruido, igual que las telarañas cuelgan del techo en una casa abandonada, y pocos días después ya se ha apoderado de ellos, los ha convertido en estatuas detenidas que aparecen sin más, poblando una esquina del patio o medio ocultos tras la puerta de la capilla. Pienso en eso, en que la locura es blanca, y que repta a través de los cuerpos, mientras Cecilia y yo caminamos hacia nuestro banco como una pareja de novios. Ella deja de temblar y hasta sonríe algunas veces cuando nos sentamos en ese falso banco de parque, un banco de interior, colocado en medio del pasillo, vagamente triste e incompleto, rodeado de tiestos con pequeñas plantas que nunca se mojan con la lluvia. Pero hoy se nos han adelantado. Dos internos fingen repintar la madera, uno a cada lado, en silencio. Levantan los ojos a la vez, dejan en suspenso sus brochas invisibles y nos miran con el gesto torcido y su fealdad descarnada de locos. Aquí nos mancharemos, digo en voz baja, mejor vámonos. Cojo la mano huesuda de Cecilia y le propongo que cantemos algo para quitarnos el miedo pero no responde. El silencio nos permite escuchar cómo en algún lugar del piso superior corre medio dormida el agua de un grifo, es un temblor que aletea preso entre las paredes y que nos acompaña hasta el final del corredor.
Avanzamos camino del ala norte hasta que nos tropezamos con una de las cuidadoras. Es nueva, no sabemos su nombre, pero todas llevan el pelo recogido y son mucho más altas que las internas. Eso nos permite distinguirlas. La locura es blanca, silenciosa y encoge a las personas como una mala noticia, pero la cuidadora no se difumina ni empalidece, y al pasar junto a nosotros su traje oscuro cruje. Tiene la mirada llena de agujas negras. El pulso de Cecilia se acelera aunque la mujer ni nos mira. Se aleja dejando un eco negro de herraduras y llaves que rompe la calma y es engullido en cuanto dobla la esquina del pasillo. Irás pero no volverás, susurra Cecilia con los ojos cerrados, esta luz blanca va a matarme, Tristán. Aprieto con fuerza su mano desmayada entre mis dedos.

Irás pero no volverás, repite.
Mi pobre Cecilia.

Querría decirle que no necesito volver, que he terminado por acostumbrarme a este lugar aunque nunca haya estado loco. Sólo fingí que había perdido la razón para que no nos separaran, cuando el médico determinó que no había nada que hacer y supe que iban a internar a Cecilia en Cantalobos, un hospital privado con todas las comodidades, dijo don Matías cerrando su maletín, un sanatorio moderno. Entonces quemé el granero y maté a tiros al sabueso favorito de mi padre, gritando que era el Demonio. Pronto se corrió la voz en el pueblo, Los herederos malditos, dijeron, han de pagar los hijos la culpa de sus padres. No les extrañó demasiado, habían rezado para que pasara, ellos pusieron velas y maldijeron a los caciques y a toda su parentela el día en que uno de los suyos murió en nuestro jardín, aunque Cecilia y yo sólo sabíamos que de pronto se oyeron disparos y aquel bulto harapiento apareció tendido junto al corral. Una gallina daba vueltas alrededor del cadáver, enloquecida por el ruido y el olor a pólvora, mientras nuestros padres discutían de ventana a ventana con el pecho desnudo, decidiendo entre carcajadas de quién era la bala que había alcanzado al rojo en la cabeza.

Cecilia y yo, los malditos, aún permanecimos un tiempo ajenos a la guerra que pasaba de largo, sonando a lo lejos como una tormenta amortiguada que sacudía los cristales del salón y nos hacía, si acaso, levantar un instante la vista de la enciclopedia de ciencias naturales, mirarnos desde muy cerca, tumbados en la alfombra, antes de volver a las láminas de mariposas y caníbales de caras pintadas. Yo no estaba a su lado la tarde en que sufrió el primer brote de esquizofrenia. A partir de entonces me he preguntado muchas veces por qué nunca noté nada raro en Cecilia, si es posible que ya estuviera enferma cuando insistía en buscar nombres nuevos para las cosas, o en hablar de un tiempo pasado en el que supuestamente ella y yo éramos un rey francés llamado Tristán y su bella esposa, que vivían en lo alto de una torre de piedra y salían al bosque cada atardecer en busca de gamos blancos. Pero supongo que entonces yo me conformaba con pensar que nos aburrían nuestras adolescencias de hijos únicos en aquel pueblo perdido en medio del desierto, y por eso Cecilia inventaba siempre algo nuevo que hacer, algo más allá de sacudirse de las orejas el polvo amarillo que traía el viento o buscar fósiles entre las ruinas del convento donde tan solo unos años después habría de levantarse el sanatorio de Cantalobos.

Cecilia y su alegría de columpio, cada vez que me acuerdo. Muertas para siempre una tarde de finales de agosto, cuando dejó estrangulada entre las teclas del piano la sonata que ensayaba porque creyó ver a una bandada de cuervos atravesar el ventanal de la sala y lanzarse en picado sobre ella. Los que estaban allí coincidieron en que se levantó bruscamente de la butaca, moviendo los brazos como si aleteara, y luego se acercó con los ojos llenos de espanto al rincón de la estancia donde su madre bordaba la cara algo pánfila de una virgen en su bastidor. Ayúdame, le suplicó, mamá ayúdame. Los criados, el padre, la abuela materna, todos la oyeron gritar que los cuervos habían anidado en lo alto de su cabeza y se la estaban comiendo viva, que se la comían. Sin poder evitarlo la vieron correr hacia el jardín como si creyera que allí podía a salvarse, arrancándose a tirones el cuello de encaje de su vestido blanco, sacudiéndose la enagua de nieve y los zapatos, aullando mi nombre.
Era la hora de la siesta abrasadora y los gritos de Cecilia entraron en mi sueño como las llamas de un incendio. Salté de la cama con mis calzoncillos largos, bajé descalzo las escaleras y salí al jardín, espantado por el dolor que había en su voz. Fue entonces cuando la vi arrodillada en el césped, junto al eucalipto que separaba nuestros jardines, medio desnuda y sacudiendo los brazos como una marioneta que intentara cubrirse la cara. El lazo de raso rojo que ceñía su trenza se había soltado y le colgaba del hombro como un reguero de sangre, medio oculto por los cabellos desgreñados. Y comprendí que aquel ojo hueco con el que me buscaba sin llegar a verme, clavado en el cielo como el de un caballo muerto abandonado al borde de un camino era, realmente el horror más absoluto que podía imaginar.
Después hubieron de encerrarla, la ataron a la cama y sólo quedaron un vestido amarillo que no llegó a estrenar, colgado en el armario como una novia sin amigas, el piano huérfano y su aire de trasatlántico hundido, las criadas santiguándose al pasar junto a los gritos de su dormitorio.

La Madre sonríe de perfil junto a la vidriera meciendo a su hijo, pero se detiene cuando nos oye llegar, trata de ocultarlo bajo la bata de arpillera como si quisiera alojarlo entre sus piernas, regresarlo al vientre del que nunca salió. La Madre abre la boca en un gesto de un animal dolorido cuando el niño se le resbala de entre las manos y se estrella contra el suelo de mármol. Nadie escucha su grito. Está vacío. Sólo ella no sabe que su hijo es un muñeco que conserva el pelo de un muerto y tiene ojos de vidrio esmerilado. Su rostro de loza fría queda obscenamente girado hacia nosotros, como si nos acusara de algo. La Madre se lanza sobre él. No lo mires, me grita su cara desdibujada por la cegadora luz de sol que se filtra a través del vidrio.
Se queda atrás, tendida en el suelo, llorando una muerte de cine mudo.
Si Cecilia no temblara tanto, si no tuviera miedo de la luz blanca, de los pálidos locos y de cuidadoras, reinas negras de ajedrez, yo también querría hablarle de mis propios temores. Le contaría que a veces creo que estamos muertos, que los locos son los únicos capaces de vernos cuando paseamos de galería a galería, haciendo un alto en el banco que tanto le gusta. La locura les permite ver a quienes ni siquiera saben que ya no existen, le diría, pero Cecilia tiembla, tal vez he acabado por hablar sin darme cuenta, me mira y aprieta mi mano. Hay un brillo de compasión en sus ojos cuando me lo dice,

No estamos muertos, Tristán, estamos locos.

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