
BIOGRAFÍA
(Bilbao, 1977).
Licenciada en Filología Vasca, miope y despistada hasta límites insospechados, fue editora y cofundadora de la editorial de poesía Masmédula. Ha publicado los poemarios fuegos fatuos (2003), eleak eta beleak (2007), saco de humos (2010) y ártica/artikoa (2012), el artículo “Euskal poesia berria” (RIEV, 2014) y el libro de relatos Crónicas del encierro (2016), y ha cotraducido la antología de poesía Tiempo naufragado, de Karl Lubomirski (2016).
Sus poemas han sido incluidos en numerosas antologías, ha participado en diversos recitales, encuentros y festivales poéticos, ha colaborado con artistas plásticos como Delphine Salvi, Anabel Lorca, Zigor Barayazarra o Leire Urbeltz y en la actualidad vive en Berlín, donde trabaja como diseñadora y traductora, intenta aprender rumano, duerme poco y cuida de la gata más vaga del mundo.
LA SOMBRA

Izaskun Gracia
Nadie debería sobrevivir a sus propios hijos. Han escuchado esa frase durante toda su vida y, como ocurre con tantas otras cosas que se escuchan a diario, nunca le han hecho demasiado caso. Sin embargo, ahora no les queda otro remedio. Aún en estado de shock deben enfrentarse a un interminable papeleo y a la pregunta de qué desean hacer con el cuerpo de su hijo. Pueden enterrarlo o bien optar por la cremación (más cómodo y menos engorroso para todos), si bien hay otras posibilidades menos contaminantes, mejores para el medioambiente y mucho más caras que ni siquiera se han molestado en tener en cuenta. Deciden al fin incinerar el cuerpo, no tanto por la comodidad o por poder tener a su hijo en casa (de alguna manera) como para que los asistentes al funeral no vean lo que le han hecho. Aunque lo saben, claro. No hay una sola persona en la ciudad que no sepa qué le ha pasado a su hijo.
Su rostro ha aparecido en el telediario y en los periódicos durante semanas, así como el del compañero de clase que una tarde de enero le quitó la vida. Aquel día, su hijo les había dicho que había quedado con unos compañeros para preparar un trabajo del instituto. Después se enteraron de que nunca había habido nada que preparar y nadie supo decirles por qué había quedado con ese otro chico si ni siquiera eran amigos, pero entonces ya daba igual. Una vez pasado el trago de reconocer como su hijo un cuerpo al que le han reventado el cráneo con un ladrillo, les da absolutamente igual qué motivo podía haber tenido éste para no contarles cuáles eran sus verdaderos planes.
Acude mucha gente al funeral, como es habitual cuando muere una persona joven; familiares, amigos, compañeros de clase… incluso los profesores y la directora del instituto hacen acto de presencia y se acercan a darles el pésame. También acuden periodistas que conversan con algunos de los presentes y graban la ceremonia, pero ellos no se dan cuenta. Pasan el día en un estado semiausente, en parte debido a los tranquilizantes que toman desde hace semanas y en parte porque aún no pueden creer que hayan enterrado a su hijo sin que éste haya llegado a cumplir diecisiete años.
Sin embargo, ahí no se acaba todo. Después del funeral, del juicio y de la irrisoria condena impuesta al asesino (debido a que éste es menor de edad), y una vez acabado el circo mediático, tienen que reaprender a vivir juntos, esta vez sin ilusión por el futuro (como al principio de su relación) y más por inercia y afán de supervivencia que por amor y ganas de compartirlo todo. Pero sobreviven. Y, con el tiempo, vacían la habitación de su hijo, guardan sus cosas en el trastero y convierten ese espacio en un cuarto de invitados. Con el tiempo también se acostumbran a comer y cenar solos, a no negociar qué ven por televisión y a dormir de un tirón los viernes y sábados, libres de la preocupación de esperar que su hijo vuelva sano y salvo a casa tras salir con sus amigos. Junto con las preocupaciones desaparecen también sus esperanzas de tener nietos y la ilusión con la que hasta entonces se iban los tres juntos de vacaciones, y lo aceptan como ya se han acostumbrado a aceptar todo lo demás: como si no pudiesen hacer nada al respecto o como si realmente no les importara nada en absoluto.
Se acostumbran, por tanto, a llevar una vida tranquila y rutinaria (lo cual, según sus seres queridos, les hace mucho bien), carente de imprevistos y sorpresas, que termina por convertir el dolor sangrante de la pérdida en un zumbido sordo y latente engarzado en el vientre, y que les permite levantarse cada mañana como si tuvieran algo por lo que vivir.
No hablan mucho de su hijo. Pueden hacer un comentario con el que se refieran a él de vez en cuando, pero casi siempre se trata de algo meramente anecdótico. Ni siquiera lo llaman por su nombre, pues él lo llama “el chaval” y ella suele referirse a él como “el niño”. Sus amigos y familiares también se abstienen de mencionarlo cuando ellos están presentes, por lo que poco a poco limitan su existencia a un recuerdo incómodo del que es mejor no hablar en voz alta.
Al menos, hasta varios años después del asesinato, cuando les avisan de que el asesino ha terminado de cumplir su condena y de que va a ser puesto en libertad en un corto periodo de tiempo. Nada más recibir la noticia, él se pone como una fiera. Se enfada, grita, maldice, lanza un vaso contra la pared, llora y berrea que va a buscar a aquel mocoso y lo va a matar. Y una vez ha pasado el arrebato de ira, con la respiración entrecortada y las mejillas llenas de lágrimas, le pregunta a su mujer por qué no dice nada. Por qué no se enfada, como ha hecho él, por qué no grita, por qué no salen ya mismo a buscar a ese niñato que les ha destrozado la vida y lo muelen a golpes. Ella lo mira (él nunca sabrá si aquella mirada expresa la pena que ella siente por él en ese momento o la decepción de saber que el asesino de su hijo va a salir a la calle y no pueden hacer nada al respecto) y le pregunta con voz queda de qué les va a servir aquello. Vengaremos al chaval, contesta él, a lo que ella arguye que, si no va a sufrir tanto como ellos, vengarse no va a hacerles ningún bien, y él no es capaz de decir nada más. Rompe de nuevo a llorar (esta vez en silencio) y se deja abrazar por ella, que llora con él hasta que les abandonan las fuerzas y no les queda más remedio que recomponerse, en la medida de lo posible, y volver a concentrarse en su día a día.

Sin embargo, la idea de la venganza no se le va del todo de la cabeza. A pesar del paso de los años y de la aparente normalidad con la que se desarrollan sus vidas, la idea permanece escondida, envuelta en un palpitante silencio, en un rincón de su mente, alimentándose de su dolor y preparada para salir de nuevo a la superficie en cuanto tenga la mínima oportunidad.
Y ésta se presenta el día de su setenta cumpleaños, cuando se dirigen al centro de la ciudad, donde han quedado para comer, y el autobús en que se desplazan se detiene en un semáforo. Mientras esperan el cambio de luces, él se distrae observando un camión de mudanzas aparcado al lado de la acera y del que dos hombres vestidos con monos de trabajo sacan muebles y los introducen en un portal. Mientras intentan sacar un sofá de tres plazas del camión, una pareja sale del edificio y se acerca a ellos para darles indicaciones. La mujer es una completa desconocida, pero él reconoce al hombre al instante. Han pasado casi veinte años desde la última vez que ha visto su rostro, pero no tiene ninguna duda de su identidad, aun tras haber perdido el aire aniñado de la adolescencia y mostrar rasgos endurecidos propios de la edad adulta. Conoce su nombre y los nombres de sus padres, sabe dónde vivió cuando era un niño, dónde estudió y cuánto tiempo pasó privado de libertad por haber asesinado a su hijo.
Se vuelve hacia su mujer, que también mira por la ventanilla, y susurra Es él. Ella asiente en silencio y mantiene la mirada fija en la pareja hasta que el autobús sigue su camino y los aleja de allí. No pronuncian una sola palabra hasta que llegan al restaurante, donde pasan un par de horas comiendo, bebiendo, conversando y riendo sin sentirse del todo presentes, sin pensar en nada en especial pero sin concentrarse por completo en lo que están haciendo. Terminada la comida, realizan el trayecto de vuelta a casa hablando de manera superficial sobre nimiedades, sin prestar atención a las paradas que realiza el autobús ni mencionar lo que ambos se mueren por gritar a los cuatro vientos, y pasan el resto del día perdidos en sus respectivos pensamientos, juntos pero ausentes.
Al día siguiente, como cada mañana, él sale a pasear. No tiene una ruta determinada, sino que suele andar hasta donde lo llevan sus pies, hasta que empieza a sentir hambre o cansancio o, si hace mal tiempo, hasta que éste le quita las ganas de seguir caminando. Pero ese día sabe perfectamente adónde se dirige. Camina en dirección al centro y sin mucha dificultad encuentra el portal frente al cual se detuvo el autobús el día anterior, pero entonces se da cuenta de que no tiene ni idea de qué quiere hacer a continuación. ¿Debe llamar a todos los pisos hasta descubrir dónde vive el hombre que busca? Y entonces ¿qué? ¿Le dice que baje a la calle porque quiere darle una paliza? ¿Gritarle que es un asesino? ¿Que tiene suerte de que él no tenga treinta años menos? Se siente viejo y estúpido, y desea no haber salido de casa. Desea también no vivir en aquella ciudad, no haber tenido a su hijo, no haber conocido nunca a su mujer e incluso no haber llegado a nacer, si ésa es la única manera posible de evitar el sufrimiento que le ha tocado vivir.
Y entonces la ve salir del portal y se olvida por completo de sí mismo. Es la joven que vio desde el autobús con el asesino de su hijo, no le cabe duda. Observa cómo cierra la puerta y echa a andar con evidente prisa, y él decide seguirla a corta distancia. Y ve que entra en un edificio de oficinas, que curiosea en un par de tiendas de ropa y no compra nada, que entra en el supermercado y sale con dos bolsas llenas de comida y que, al fin, desaparece en el mismo portal del que la ha visto salir. Sólo entonces, tras haber sido su sombra durante toda la mañana, vuelve a casa, prepara la comida y espera a su mujer. No le cuenta dónde ha estado ni que a partir de ese momento pretende realizar el mismo recorrido a diario, porque, si ella le pregunta, él no podrá responder por qué. No ha pensado qué va a hacer ni qué sentido tiene seguir a esa joven todos los días, pero tampoco quiere hablar de ello.
Así que, a partir de ese momento, se levanta, desayuna con su mujer y, después de que ésta se haya ido a trabajar, se dirige caminando al centro. Suele detenerse cerca del edificio en el que vive la joven y hace tiempo fingiendo que mira los escaparates o que lee el periódico sentado en un banco. Cuando la ve salir, la sigue de cerca y no la abandona hasta que vuelve a casa, momento en el que él emprende el camino de vuelta hacia la suya. Hay días, sin embargo, en que no la ve. No sabe si eso se debe a que ha salido antes de que él llegue o a que aquel día no tiene intención de salir en absoluto. Puede darse el caso de que salga más tarde, pero él nunca se queda el tiempo suficiente para averiguarlo. Nunca espera más de media hora, pues no quiere despertar las sospechas de nadie. Si después de ese tiempo ella no sale a la calle, él continua su paseo y vuelve a casa. A veces, cree que ella sabe que él la sigue. Otras veces, cree que los agentes de policía que de vez en cuando encuentra por la calle lo están esperando para detenerlo. Nunca habla de sus paseos con nadie.

Cuando llega el verano, pasa casi tres meses sin verla, primero porque su mujer y él disfrutan de tres semanas de vacaciones fuera del país y, después, porque el intenso calor le quita las ganas de salir a pasear, y decide armarse de paciencia y esperar a que bajen las temperaturas para retomar su rutina.
Cuando por fin lo hace, cuando vuelve a salir a pasear cada mañana y vuelve a dirigirse al centro, camina más rápido y más nervioso, porque ahora lleva un cuchillo en el bolsillo de la chaqueta y tiene miedo de que alguien lo descubra. Pero no ve a la joven, y nadie lo descubre. Y, a pesar de que no la encuentra, sigue haciendo lo mismo todos los días: camina por las mismas calles, espera frente al portal, continua caminando (en ocasiones, incluso visita las tiendas a las que ella suele ir y compra tonterías en el supermercado en el que tantas veces le ha visto hacer la compra) y vuelve a casa.
Ya que no tiene a quién seguir, piensa a menudo en el cuchillo que lleva consigo. Se obliga a sí mismo a pasear con las manos metidas en los bolsillos para no resultar sospechoso, mientras repasa mentalmente explicaciones que considera convincentes y que dará si alguien le pregunta por qué sale de casa armado, en el caso de que lo descubran. Sobre la joven no piensa nada. Ha pasado tanto tiempo sin verla que ya ni siquiera la echa de menos, ni siquiera está seguro de que quiera volver a encontrarla o de que haya existido alguna vez.
Pero existe, y un día aparece frente a él como una visión de otro mundo, como un castigo encarnado por el mayor pecado que él desconoce haber cometido, caracterizada no ya como la pareja del asesino de su hijo, sino como una joven embarazada que, acompañada de una mujer a la que él toma por su madre, se dirige a un parque cercano. Y él las sigue y las ve sentarse en un banco, y desde el banco cercano en el que él toma asiento observa cómo charlan animadamente. Las mira ensimismado, sin ser consciente del tiempo que pasa, hasta que oye que alguien, a su lado, pregunta ¿Qué haces aquí?
Levanta la mirada y ve a su mujer y a dos de sus compañeras de trabajo a un par de metros de distancia. ¿Qué haces aquí?, repite él, como si no hubiese entendido la pregunta, y ella le responde extrañada que han salido a comprar un regalo para un compañero. Y repite ¿Qué haces aquí?
Él se levanta, saca las manos de los bolsillos y farfulla que está paseando, y ella lo mira detenidamente y se vuelve hacia la joven y su acompañante, y vuelve a mirarlo a él, y lo observa de arriba abajo hasta que su mirada se detiene en el bolsillo derecho de su chaqueta. Y le dice Vete a casa. Y Luego hablamos. Y él le da un beso y emprende el camino de vuelta.
Una vez en casa, prepara la comida y la espera y, cuando ella llega, la observa dirigirse hacia el perchero, rebuscar entre las prendas colgadas y entrar en el salón llevando en la mano el cuchillo que hasta entonces había estado en el bolsillo de su chaqueta. ¿Qué carajo es esto?, le pregunta, y él se lo cuenta todo. Le cuenta que lleva meses siguiendo a esa joven, que no ha pensado qué va a hacer, pero que supone que quiere hacerle sufrir. Quiere que ese desgraciado no pueda disfrutar de la vida que le ha robado a su hijo y por eso quiere hacerle sufrir a ella, aunque no sepa cómo. Que sufra como estoy sufriendo yo, le dice, levantando la voz. Ella le grita que dónde tiene la cabeza, que no es capaz de distinguir entre lo que es justo y lo que no, que la muerte de un hijo no se cura con la muerte de una mujer y que si acaso ha pensado en qué va a pasar después, cuando lo metan a la cárcel por intentar agredir a una mujer embarazada.
Él le dice que no sabía que la joven esperaba un niño, y su mujer le grita que se acabaron los paseos y el llevar un cuchillo encima, y que deje que el tiempo ponga las cosas en su sitio. Él quiere decirle que el tiempo no arregla nada y que confiar en el futuro es una engañifa católica para evitar que la gente tome las riendas de su vida, pero calla. Y hace lo que ella dice. Y a partir de ese momento, en lugar de salir a pasear, dedica sus mañanas a tomar algo con sus amigos, a hacer recados o a ocupar su tiempo en cualquier actividad que le impida pensar en la joven, en su pareja o en el hijo que esperan. Y todo sigue como hasta entonces, o no, pero no vuelve a pensar en ello (al menos, no demasiado) ni a cambiar su rutina.

Ni siquiera cuando, casi un año después, lee en el periódico que la policía ha encontrado el cuerpo de un bebé de pocos meses al que le han reventado la cabeza con un ladrillo. No necesita leer su nombre para saber de qué bebé se trata, pero ni siquiera entonces se plantea hacer algo diferente con su tiempo libre. Vuelve a casa a la hora de siempre, prepara la comida y, también como siempre, espera a su mujer, quien nada más entrar le dice que tienen que salir a cenar a un sitio caro, para el que tengan que vestirse “bien” y darse un homenaje. Extrañado, él pregunta qué celebran, y ella responde Que estamos vivos.
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